VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La víctima

Lucia Fernández Gutiérrez, 14 años

                Colegio Guaydil (Las Palmas)  

Cruzó las puertas. Su mirada reflejaba terror y su cuerpo comenzó a temblar. Recorrió con la vista el patio, buscándolos. Al ver que no estaban, cerró los ojos mientras un leve suspiro salía de sus labios. Su respiración se tornó pausada. Entonces, una suave brisa le revolvió el cabello. La agradeció, ya que a pesar de que el verano estaba a las puertas, llevaba puesto un jersey. Pensaban que estaba loco, pero es que no sabían la razón por la que lo llevaba: necesitaba taparse los brazos recubiertos de moretones. Se había quedado sin amigos hacía tiempo, cuando todo comenzó.

El curso acababa de comenzar. Mientras se dirigía a comer con sus amigos, un chico, de su mismo curso se le acerco.

-A la salida, en el muro de atrás.

Aquel muchacho era uno de los más populares de clase, por eso sonrió con alegría y esperó ansioso junto al muro. Siempre había querido que aquellos chicos se fijaran en él. Entonces los vio: de sus bocas brotaban espirales de humo blanco.

-¿Quieres darle una calada? -le ofrecieron un porro.

-No.

Recibió un coro de risas burlonas.

-Así que eres un chico sano. Seguro que tampoco bebes ni vas con chicas. Interesante... -comentó el más alto del grupo.

-¿Tenéis algún problema? Me gustaría vivir muchos años. Además, creo que tengo ideales -le respondió con las mejillas coloradas por la ira.

Entonces ocurrió: uno de ellos tiró el cigarro al suelo y fue, junto a otro, a agarrarlo por la espalda. Entre los dos consiguieron inmovilizarle. Se agitaba, intentaba soltarse, pero no podía. Y llegó el primer golpe, limpio, rápido y muy doloroso. Su mejilla se tornó morada y las lágrimas acudieron a sus ojos mientras tres de ellos le saudían con saña. No se intentó resistir; no tenía fuerzas. Mientras tanto, dos de los matones grababan la paliza con sus móviles, desde distintos ángulos.

No tardó mucho tiempo cuando todo el mundo comenzó a murmurar que no se llevaba bien con nadie. Sus amigos le abandonaron por cobardía y miedo. Mientras tanto, le convirtieron en el saco de boxeo de aquellos muchachos. Aunque intentaba evitarlos, siempre acababan por encontrarle, estuviera donde estuviese.

Se sentaba solo para comer, nadie quería estar junto a él. Con el tiempo aprendió a aceptarlo; ya no le importaba. Al terminar las clases recogía sus cosas rápidamente. Solo pensaba en escapar, en llegar a su casa y refugiarse en la soledad de su habitación.

Una tarde, cuando estaba a punto de cruzar las puertas del colegio, una mano agarró la parte de atrás de su jersey y le arrastró hasta el muro. Les miró a los siete, uno a uno, todos igual vestidos: con pantalones negros y camisetas blancas. Como remate, el paquete de cigarros asomaba por el bolsillo trasero de sus pantalones. Notó como le inmovilizaban una vez más y, resignado, dejó que le pegaran. Pero esta vez fue distinto, los golpes fueron mucho más duros. Notó que le rompían el tabique de la nariz y que le saltaban algún diente. Cuando consideraron que ya le habían maltratado lo suficiente, le dejaron en el suelo, como un guiñapo, y se largaron.

Pequeñas y diminutas gotas de sangre salpicaban el suelo. No podía moverse, no le respondían ni los brazos ni las piernas. Se puso a llorar de impotencia. Sentía un dolor agudo. Cerró los ojos y se desmayó.

***

-¿Estás bien?-preguntó una voz desconocida.

“¡Vaya pregunta!”, pensó él. Pestañeo varias veces y consiguió abrir los ojos.

-¿Me escuchas?-volvió a insistir aquella voz.

Lentamente giró la cabeza y pudo verla. Era una chica que iba a su mismo curso, pero estaba en otra clase. Había hablado tres veces con ella, y todas aquellas conversaciones fueron cortas e irrelevantes.

-Sí…-respondió con un susurro.

-¿Quieres que llame a una ambulancia?

-No, estoy bien. Creo que puedo levantarme yo solo -contestó con inseguridad.

Ella le tendió una mano. Se levantó intentando no mostrar su dolor. Las piernas le temblaban; no sabía si aguantaría de pie mucho tiempo. No podía mover el brazo izquierdo.

-¿Seguro que no quieres que avise a alguien? Ya sé que puedo sonar pesada pero…

-No te preocupes -le cortó.

No quería que se supiera nada de aquello para que la situación no empeorase. Ella se colocó a su lado y le tendío su brazo para que se apoyara. Caminaron unos cuantos pasos en silencio.

-Tienes que hacer algo -le dijo-. No puedes permitir que te traten como si fueras basura. Mira cómo has acabado hoy, ¿y si en la próxima te matan?

-¿Qué quieres que haga? ¡He intentado de todo! Me he escondido, he cambiado el trayecto para volver a casa…, pero siempre me encuentran y…-la voz se le ahogó en la garganta.

-Denúnciales -le animó, convencida.

-¿Qué?... No es tan fácil.

-Yo estaré junto a ti. Ha llegado la hora de que despiertes de esta horrible pesadilla.