I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

La vida

Andrea Acosta Massó, 16 años

                 Colegio Orvalle, Las Matas (Madrid)  

     Tengo dieciséis años. Sólo soy una persona más entre los seis mil millones que habitamos el planeta. Es decir, no soy nadie. Para el mundo apenas existo. Así que me he acostumbrado a pensar que mi vida carece deimportancia. Sinceramente, no pasaré por el mundo dejando huella, como la mayoría de mis congéneres. Por eso procuro vivir lo más cómodamente que

puedo.

     <<La vida es corta, ¡disfrútala!>>, me dicen mis amigos. <<Por qué no>>, me respondo a mí mismo. Claro, que para un adolescente este deseo es común. Para mi no, aunque hago como si realmente me gustara. Mi vida es pura rutina. Respecto a los estudios, no me puedo quejar, porque sin hacer mucho el vago, tampoco me esfuerzo, no vaya a ser que destaque y me hunda el

complejo de empollón. En casa estoy de paso, de la cocina a mi cuarto y de mi cuarto a la puerta de la calle. Mi madre se queja porque dice que esto no es una pensión, lo de siempre... El fin de semana, lo dedico a lo propio de mi edad: discotecas, bares, botellones y alguna fiesta, sin descontar algo de marihuana para soportar el ritmo de diversión y un par de copas de más, porque si no hay resaca no ha tenido gracia. De novias, ni una. Las mujeres son para usar y tirar. Cristiano, más o menos. Mi madre me anima a ir a misa los domingos, pero ahí se queda la

cosa.

     La mediocridad define mi existencia. No tengo ideas propias, todo son influencias: mis amigos, las modas, los medios de comunicación. Te dejas llevar por la marea hasta que llega un momento en el que no puedes sobresalir entre la multitud, que camina como zombi, todos hacia la misma dirección.

     No entiendo por qué me obsesiono últimamente por esos temas. Quizá he madurado y empiezo a ser consciente de que no soy feliz. No hay nada que me impulse a luchar y hacer las cosas bien. ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Para que sirve? Disfrutar y luego morir. No, amigo.

     Pero, ¿por qué me da la sensación de que soy el único de mis amigos que se siente así? Les veo reírse sin ningún tipo de preocupación mientras yo sufro en silencio.

     Un día, a mi pandilla nos entró ganas de bronca. <<Pobre del primero que pase por delante de nosotros>>, pensé. <<Habrá logrado todas las papeletas>>.

     El ganador fue Cobos, un chico de mi clase que en ese momento doblaba la esquina. No era un mal chaval: buenas notas, deportista y con cara de no haber roto un plato. Lo que más me impresionaba de Cobos era su sonrisa. Parecía feliz.

     -¿De dónde vienes? -soltó uno de los nuestros con cierta chulería.

     -Del hospital -respondió Cobos sin detenerse.

     -¿Quién se ha muerto? –preguntó otro mientras le cortaba el paso.

     -Nadie. Gracias por preocuparte -contestó.

     -¿Y qué hacías tú allí? –me interesé con cierta ironía.

     -Algo que un idiota como tú nunca llegará a comprender –respondió sin quitarme la mirada de los ojos.

     No reaccioné, cosa extraña en mí. Me quedé petrificado en vez de pegarle. Nadie se había enfrentado a mí hasta ese momento. Lo que más me asombró fue su valentía y naturalidad. Me quedé con la intriga sobre lo que había hecho esa tarde en el hospital. Tragándome todo mi orgullo, llegué a la conclusión de necesitaba hablar con él. No entiendo por qué, pero tenía que hacerlo.

     Le esperé a la salida del colegio y le seguí hasta su casa. Cuando me cercioré de que no había nadie que me pudiera reconocerme me acerqué a él. Al verme me preguntó:

     -¿Quieres más bronca?

     -No -contesté tímidamente.

     -¿Qué quieres entonces?

     -Pues...

     De repente me sentí estúpido ¿Qué demonios estaba haciendo con Cobos?

     -Nada, idiota, pasaba por aquí y me he cruzado contigo. ¡No quiero saber nada de ti!- le grité mientras me alejaba.

     -Pues yo voy ahora al hospital, a cuidar niños enfermos. Si quieres acompañarme... -me contestó con toda naturalidad.

     Nunca olvidaré esa tarde, que ahora puedo asegurar que cambió mi vida. No solo fuimos Cobos y yo. Había mas chicos, de todas las edades y condiciones, dispuestos a echar una mano allí donde les dijeran.

     Los niños me sonreían mientras les leía un cuento. Reían a carcajada limpia cuando se trataba de un chiste o cuando hacía el payaso para ellos.

     Por unos instantes esos niños se olvidaban de su enfermedad y retomaban su

infancia. Nada me había hecho nunca más feliz. <<Realmente soy útil>>, pensé. <<Mi vida tiene un sentido>>.