III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

La vida de Sofía

María Muro Núñez, 16 años

                 Colegio AURA (Tarragona)  

    Desde el día que nació, Sofía estaba destinada a sufrir y sus padres lo sabían. Su madre a penas le cogía en brazos por miedo a hacerle daño y su padre no podía creerse que, con lo robustos y fuertes que eran todos en la familia, ella hubiese salido tan frágil.

    Creció sin nadie de su edad alrededor. No tenía nadie con quien hablar, ni nadie con quien reír o jugar. De hecho, Sofía no jugó nunca. Tampoco pudo ir al colegio. Era demasiado débil. Su cuerpo no respondía a la vida con las mismas defensas y seguridades que los de los niños de su edad.

    Su infancia estuvo llena de cuidados y vacía de sentimientos y emociones. Ella quería salir, respirar aire fresco, experimentar nuevas sensaciones y, sobre todo, correr por las colinas que se veían desde el ático de su casa, que para ella fue un refugio. Allí pasó la mayoría de las horas de su juventud. Se sentaba en la repisa de la ventana y miraba el paisaje. Las colinas eran verdes todo el año y, en primavera, cuando empezaban a asomar las flores, a aparecer las primera hojas en los árboles, cuando olía a espliego y a hierba, abría la ventana e inhalaba lentamente el aire fresco y puro. Entonces cerraba los ojos y llegaba a imaginarse un mundo de prados verdes por los que ella corría sin llegar jamás a ver el fin.

    Un muchacho bajaba de las colinas cuando, de pronto, la vio asomada en el ático de la casa. Nunca había contemplado una belleza tan pura. Había oído hablar de Sofía, porque aquel era un pueblo muy pequeño y todo el mundo se conocía.

    Sofía también le vio, y desde ese día no dejó de pensar en él ni si quiera un segundo. Ya no corría sola por los verdes prados de su imaginación.

    Su madre le informó que se trataba del hijo del boticario, un chico responsable y solitario.

    Todos iban a acudir al baile. No solía haber acontecimientos como aquel en su pueblo. No fue fácil para Sofía convencer a sus padres para que la dejasen ir. Cedieron porque no podían retenerla en casa toda la vida.

    Sofía comenzó a arreglarse muy lentamente. No tenía prisa. El tiempo se había detenido para ella. Se dio unos polvos en la cara para realzar su color natural, se puso un vestido muy sencillo y se sujetó el pelo con una cinta.

    A las nueve, Sofía y sus padres llegaron a la céntrica plaza donde iba a tener lugar la fiesta. Ella se quedó en un rincón, observando a la gente. Nunca la había visto de tan cerca. De repente alzó la vista y lo vio. Desde entonces sólo se fijó en él.

    Estuvieron bailando juntos sin separarse ni un segundo. Cuando el baile estaba llegando a su fin, Sofía se separó de él un momento y fue a despedirse de sus padres. Los besó y les dijo que, aunque quizás no lo había demostrado nunca, les quería y les estaba infinitamente agradecida por todos los cuidados y el amor que le habían dado. Sólo ella sabía que su fin estaba cada vez más cerca.

    Los dos jóvenes se fueron corriendo hacia las colinas. Sofía estaba exhausta y, sin embargo, siguió avanzando por los verdes prados sintiendo el frescor de la hierba bajo sus pies descalzos. Era la persona más feliz del mundo. Por fin su sueño se había cumplido.

    Cuando la noche empezó a dar paso al día, el sol apareció por detrás de las colinas, más brillante y hermoso que nunca, y bañó con su resplandor esa inmensidad verde por la que había corrido. Agotada, Sofía se tumbó con la cabeza apoyada sobre el pecho del joven. “Abrázame”, le pidió. Él le apretó contra su pecho mientras ella cerraba los ojos para no volver a abrirlos nunca más.