XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

La vitalidad del tiempo

Camino Yanguas, 17 años

Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría) 

Es curioso que algo tan concreto y mensurable como el tiempo sea, a la vez, tan relativo. Una hora son sesenta minutos; un minuto, sesenta segundos y, sin embargo, no es lo mismo pasar un minuto debajo del agua sin respirar que una hora con nuestros amigos. El primero se nos hace eterno, mientras la segunda transcurre rauda y veloz.

Nos movemos en el tiempo, nuestra vida entera se determina con su paso sin que sepamos bien qué es, de dónde viene o desde cuándo esta aquí. San Agustin así lo decía:

¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad.

El tiempo es el maestro de la vida. Nos enseña múltiples lecciones y nos convierte en expertos vitales. Es un concepto poderoso que puede brindar los más memorables recuerdos y también producir sensación de angustia y desconsuelo, tal y como vemos reflejado en los poemas de casi todos los autores líricos.

Somos breves residentes en este mundo imperfecto. Por eso no hemos de tenerle miedo a los años sino a la vida no vivida, a los años huecos de emociones, de logros y, por qué no, también de fracasos. Es una paradoja que con las veinticuatro horas que tiene el día, con sus mil cuatrocientos cuarenta minutos, siempre nos falte tiempo. Tiempo para pensar, para amar, para soñar. Por tanto, riámonos, enfadémonos y volvámonos a desenfadar, sin miedo al reloj. Es hora de vivir.