XXI Edición
Curso 2024 - 2025
La voz de un ángel
Claudia Calleja, 15 años
Colegio Ayalde (Vizcaya)
Sus manos dejaron de temblar. Miró al frente sonriendo y escuchó al público, que alababa su discurso. Llevaba días preparándolo, preocupada de que resultara mediocre. Sin embargo, bajó del escenario segura de haber demostrado su genialidad.
Anduvo hacia las butacas donde se sentaban el resto de los estudiantes para acomodarse junto a ellos. Después de las felicitaciones de sus compañeros y de otras intervenciones, la ceremonia de graduación se dio por concluida y todos los asistentes se pusieron en pie para cantar el Gaudeamus igitur. A medida que ella se acercaba al lugar donde la esperaba su familia, fue recibiendo los halagos de sus profesores, que ponderaban lo buena alumna que había sido durante los últimos años de colegio.
—Por fin graduada —expiró una bocanada de aire.
—Lo has conseguido —le dijo su madre con una mezcla de alivio y satisfacción.
Sus padres sabían que aquel curso había sido duro para Ágata. Sufrían al verla estudiar diariamente, empeñada en cumplir sus altas expectativas, y hasta llegaron a preocuparse por su salud. Sin embargo, la obsesión de la chica por el trabajo duro le había hecho alcanzar la meta que se había propuesto. Así que, al verse junto a ellos sonrió y se abrazaron sin poder contener las lágrimas.
Llegaron al coche. Ágata se sentó detrás junto a su hermano pequeño, Tácito, con el que se llevaba cuatro años. Lo observó durante un rato mientras sus padres charlaban. Era un niño sensible y poco hablador, que solo muy de vez en cuando participaba en las conversaciones familiares. Él se miraba las manos, apoyadas en su regazo. Su expresión no mostraba emoción alguna. A cualquiera le hubiera costado descifrar sus pensamientos, pero Ágata lo conocía bien: sabía que se alegraba por ella, pero que se sentía insatisfecho consigo mismo. En ocasiones, Tácito no se sabía escuchado por sus padres. Se comparaba con su hermana, y temía que lo que él dijera no fuese de interés, así que prefería mantenerse en silencio. Su hermana sufría al ver que se veía a sí mismo empequeñecido.
Ágata, dirigió su mirada al cielo por la ventanilla, y dio gracias a Dios por el éxito en sus estudios y por su intervención en la ceremonia. También pidió para que Tácito tuviera fuerzas e ilusión. De pronto, sus pensamientos se vieron interrumpidos por los gritos de sus padres.
Los últimos meses habían sido complicados para la familia. El egoísmo había roto el lazo que unía al matrimonio, y toda la familia padecía a cuenta de un ambiente tóxico. Aunque las discusiones se repetían a menudo, se sofocaban en unas horas y todos fingían olvidarlas. Ágata, había aprendido a sobrellevarlas, a dejarlas pasar. Sin embargo, para Tácito eran momentos insoportables que le empujaban a esconderse y llorar.
Cuando la tensión amainó, los cuatro permanecieron callados hasta que llegaron a casa. Sabían que la marejada volvería a levantarse.
El inicio de la cena transcurrió con tranquilidad. Conversaron sobre temas triviales, pero bajo un incómodo desasosiego. Hasta que el padre soltó una frase con segundas intenciones, y comenzó la batalla: voces altisonantes y golpes en la mesa, insultos, verdades, mentiras, un plato por el aire y las lágrimas de Tácito. Ágata se mantenía en silencio, intentando evadirse. El comedor se había convertido en un campo de batalla.
Tácito se puso en pie.
—¡Somos una familia! –pronunció–. Deberíamos querernos en vez reñir un día sí y otro también, así que, por favor, perdonaos de una vez y para siempre.
Aunque se sorprendieron por las palabras de su hijo, no dieron el brazo a torcer.
Ágata, que también se había quedado sorprendida con la intervención de su hermano, se levantó y lo tomó por el brazo para alejarlo del comedor, pero él no cedió. Con un último tirón, consiguió llevárselo a su habitación.
«¿Cómo ha sido capaz de hablar del amor y el perdón, con todo el dolor que lleva dentro?».
Había descubierto en Tácito la fuerza de un ángel.