XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

La voz

María José Sala

          Colegio Altozano (Alicante)  

—¡Mami!...

—¿Sí, cariño?

—¡Ha venido una chica extraña con el pelo azul!

—¡Oh, la niñera!... Me había olvidado de su visita.

***

—¿Niñera? —le preguntó una voz en su mente—. ¿Para qué necesitas una niñera?

—No lo sé. Mami me dijo ayer que hoy vendría una chica a verla, pero no que fuera una niñera.

—No necesitamos niñera. Tú y yo estamos muy bien solos.

—¿Me dejarás jugar con ella?

—No.

—Pero mami dice que será divertido.

—¿Quieres que pase lo de la última vez?

—¡No! Solo quiero jugar.

—¡Cállate!

***

—Bueno; creo con esto ya está todo —la madre de Daniel dio por concluida la conversación con aquella muchacha, después de haberla informado de los problemas psiquiátricos del pequeño y advertirle que no le diera ningún medicamento sin antes consultarla.

Daniel se encontraba escondido detrás de la puerta que separaba el elegante salón del largo pasillo. Desde allí escuchó la conversación que su madre mantenía con la extraña, que se llamaba Maddie. Tenía diecisiete años y en ella destacaban su tez blanca, los ojos pequeños y marrones y, sobre todo, su pelo teñido de azul recogido en una coleta.

Ambas se pusieron en pie y salieron de la sala en busca del pequeño, quien, para no verse descubierto, echó a correr hacia la cocina, donde cogió un zumo y se sentó a toda prisa en una de las banquetas que rodeaban la isla donde estaba la vitrocerámica. Para disimular, empezó a contemplar las ilustraciones de un libro.

—Mira, Daniel, cariño, esta es Maddie. Ha venido a cuidar de ti —se la presentó su madre.

—Hola —le saludó la niñera haciéndole un guiño.

—Hola —respondió el chiquillo, a quien le hacía gracia el pelo azul, pues le recordaba al color de su helado favorito.

—Os dejo tranquilos, para que os conozcáis.

Ángela salió de la cocina, que se sumergió en un profundo silencio. La chica y el niño se miraban mutuamente. Maddie percibió que le iba a resultar difícil ganarse su confianza. Ángela ya le había advertido que no era un muchacho muy sociable.

***

—¿Qué se supone que haces? —le dijo la voz en su cabeza.

—Estoy pintando un dibujo para Maddie. Somos ella y yo en el jardín. Espero que hoy podamos salir a jugar —le contó Daniel con alegría.

—¿¡Estás loco!? ¿Para qué le haces un dibujo? Ella no necesita tu aprecio. Ella solo está aquí porque mamá le paga.

—Pero dice que me quiere.

—No seas ingenuo. ¿No te das cuenta de que no puedes confiar en nadie, solo en mí? Así que tira ese dibujo a la basura y olvídate de ella.

El buen humor de Daniel desapareció. Su cara adquirió una vez más una máscara inexpresiva mientras hacía un burruño con el papel y lo lanzaba a la papelera.

La voz nunca dejaba de atosigarle.

***

Daniel se despertó asustado. Todo su cuerpo estaba empapado en sudor frío y sus sábanas mojadas de pis. No podía dejar de temblar. Era la cuarta vez que le sucedía lo mismo en aquella semana: los rostros desdibujados, la voz en su cabeza, que le hablaba cada vez más fuerte y con mayor inquina.

—¡Por favor!... —imploró—. No puedo más.

—¿Quieres que me vaya? —resonó la voz.

—Sí, por favor —suspiró apenas sin fuerzas.

—Entonces, sólo debes hacer lo que te he pedido.

—Pero eso está mal. No... No puedo hacerlo.

—Pues será peor para ti.

Daniel rompió a llorar, desconsolado y hecho un ovillo sobre la cama. Esperaba que su madre le oyera y acudiera en su ayuda. Entonces gritó con más fuerza.

Ángela se acercó al cuarto de su hijo a la carrera. Se sentó en la cama del niño, lo tomó en brazos y, mientras le llenaba la cara de besos, le susurró al oído que todo iba a ir bien, que no se preocupara, que ya había pasado todo el mal. Pero Daniel sabía que no era cierto, que le esperaba lo peor.

***

—¿Por qué no hacemos hoy algo diferente?

—¿Cómo de diferente? —le preguntó Maddie.

—Podríamos jugar a mi juego favorito.

Maddie, sorprendida de que el pequeño le propusiera algo divertido, le sonrió mientras se dirigían a la sala de juegos.

***

«Aire, sólo un poco de aire», gritaba su mente. Apenas podía respirar, pues una cuerda gruesa rodeaba su cuello. Necesitaba llegar al nudo de la soga, pero sus manos estaban atadas a una silla, al igual que sus pies.

Miró sus ojos azules e infantiles para pedirles piedad, mas solo encontró indiferencia. Sabía que había llegado su fin, pero quería seguir viviendo.

Poco a poco su vista se nubló, hasta que todo se volvió oscuro.

Cuando Maddie dejó de respirar, Daniel abrió el nudo de la cuerda.

—¡Bien hecho! —le felicitó la voz—. Había dudado de que fueras capaz de hacerlo, pero me has demostrado que me equivocaba. Has sabido engañarla para que te acompañara en tu juego favorito, «¿Qué hay en mi cabeza?», con las manos y los pies atados para aseguraros de que no pudiera tocar el objeto. ¡Qué ingenua!...

—Pero yo no quería hacerle daño —decía Daniel entre sollozos.

—Adiós Daniel. Nos veremos dentro de tiempo —se despidió la voz.

Al fin, la mente de Daniel se quedó en silencio.

***

Ángela se encontraba en el salón de su casa frente a una mujer algo mayor que ella. Había comenzado una batida de preguntas: si había trabajado con niños, si sabía cocinar, si era capaz de jugar… Mientras, Daniel las contemplaba desde la puerta.

Fue entonces cuando volvió la voz.