XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Ladrón de ladrones 

Enrique Montes, 17 años 

Colegio Tabladilla (Sevilla) 

Nunca obró con mala intención y, sin embargo, se le acusaba de toda clase de pecados. En cada una de sus incursiones procuraba ser lo más justo posible. Sabía que sus medios no justificaban el bien que hacía, pero llevaba en la conciencia que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón

Una noche entró en la casa de unos aristócratas con su arco en la mano. Había decidido hacer justicia. La mansión, grande y tenebrosa a la luz de la luna, reflejaba el vacío interior de sus dueños, que intentaban llenarlo de cosas materiales. 

Pasó sigilosamente a la sala donde guardaban el dinero, dinero que aquellos nobles nunca habían merecido. Aquella habitación acumulaba todas las penas de la plebe, custodiadas en forma de frías monedas. Como sabía que no disponía de mucho tiempo, se apresuró a guardar aquella fortuna en unas bolsas. Sin embargo, antes de marcharse, un objeto brillante llamó su atención: era un diamante del tamaño de un puño, que descansaba en una vitrina colocada sobre una mesilla de madera. 

La tentación le pudo: soltó los sacos para coger la joya, pero una bolsa se abrió y unas cuantas monedas se escaparon rodando, rompiendo el silencio. En un abrir y cerrar de ojos se despertó toda la casa. El dueño de la mansión llamó a su guardia a gritos. El ladrón entendió que se le acababa el tiempo, así que corrió hacia una ventana para escapar por el jardín, pero estaba atrancada. 

No le quedó otra opción que enfrentarse al peligro: tomó las bolsas y echó a correr por el pasillo. Apenas llevaba unos metros cuando sintió que una mano se había prendido a uno de los sacos. No se lo pensó dos veces, lo soltó y siguió su carrera. Llegó a una terraza y desde allí lanzó el botín a la oscuridad. Acto seguido, saltó a la negrura de la noche. Una vez en la hierba escuchó los zumbidos de las flechas. Buscó las bolsas, las tomó y desapareció por la arboleda, lejos del alcance de los guardias. 

***

La luz de la luna iluminó el sagrario al abrirse la puerta. Temeroso, el fraile Tuck dejó sus oraciones. 

–¿Quién es? –preguntó con voz queda. 

Robin Hood le tendió uno de los sacos. El rostro del religioso se iluminó. 

–Rece por mi, padre –le pidió antes de internarse otra vez en la noche.

Volvió presuroso a continuar su trabajo.