III Edición
Curso 2006 - 2007
Lágrimas enlatadas
Mercé Raventós, 15 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Echó la lata, todavía medio llena, al mar. Su contenido se vació y se perdió entre las olas. Tras levantarse de la arena mojada, montó en la vieja bicicleta, heredada de su hermano, y empezó a pedalear. El mar se había tragado la lata, mas no el dolor.
Pedaleó con rabia hasta que sus piernas le obligaron a parar. Se encontraba ya a pocos metros del faro, en el extremo opuesto de la playa. Ni una lágrima, ni una palabra: un fuerte y seco puñetazo en el cristal de la puerta de entrada del faro, cuyo estruendo hizo bajar al farero con una escopeta en la mano.
-Pero, chiquillo...
-Perdón, señor. No creí que se fuera a romper –dijo, bajando la cabeza, avergonzado.
La mano le sangraba a borbotones y el corazón retumbaba bajo su pecho.
-Entra –le invitó el viejo farero, que al mirar con susto la mano teñida de sangre, añadió-. Anda, deja que le eche un vistazo...
Una vez dentro, al calor de una chimenea, dejó que el anciano le lavara, cosiera y vendara la mano, a la par que iba desgranando, lentamente, los motivos que le habían llevado a semejante situación. Cuando acabó de sanarle, el farero le dijo:
-Chico, agradezco tu confianza. Necesitabas contarlo a alguien y me siento orgulloso de que sea yo. Tu relato me ha conmocionado, aun habiéndolo vivido de antemano. Sí, chico, no olvides que desde aquí puedo verlo todo. Vi como tu hermano murió y pienso que es justo que sepas como sucedió realmente. Es cierto que su barco se hundió en alta mar porque falló el motor, que estaba contaminado por ciertos residuos nucleares que, al perforar las paredes del barco, se infiltraron entre el combustible.
-Sí, eso es lo que cuentan, pero mi hermano era tan buen nadador como para llegar a la costa, aun estando en alta mar. ¡No me cabe la menor duda!
-Y lo era, créeme que lo era. Y era, además, un buen capitán. De no ser así, hubiera sido el único superviviente. Yo, desde este faro, contemplé como tu hermano llevó hasta la orilla a todos los tripulantes, y desapareció entre las olas. Al morir, cambió su vida por la de sus hombres.
Cayó entonces, por primera vez en mucho tiempo, una lágrima por la mejilla de aquél joven marinero. Pero no pronunció palabra.
-He visto también cómo lanzabas esa lata... Déjame que te diga que el mar no tiene la culpa.
- Lo comprendo. Gracias.
* * *
En una pequeña isla del Atlántico, con barba de varios días y el estómago saciado de plátanos, yacía, extenuado, un joven capitán de barco. Era un gran amante del mar. De pronto, vio acercarse hacia su isla un lata oxidada. La cogió y la dejó al lado de la palmera. Aquello le produjo tanta pena que lloró amargamente, por primera vez en mucho tiempo.