III Edición
Curso 2006 - 2007
Lapsus temporal
Ignacio Maíz, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
El año pasado aún vivía en la calle Alfonso XII, en el centro de Madrid, justo enfrente del parque del Retiro. Desde mi habitación se contemplaba la puerta de Murillo. La noche del catorce de enero vinieron mis amigos Juan y Pelayo para ver una película de miedo. Después estuvimos charlando de la película, que nos había dejado aterrados.
A las diez y cuarto, una luz muy intensa copó la ventana. Nos asomamos y descubrimos que, aunque ya habían echado cerrojo al parque, la puerta de Murillo se abría lentamente. La luz procedía del camino que sube al estanque. Entonces decidimos bajar a la calle para internarnos por el Retiro con unas linternas.
La luz nos guió hasta la mitad del camino. Después nos internamos entre los árboles. En esos momentos, nos acordábamos de la película. La luz se tornó en un azul fantasmal. Anduvimos entre la floresta, siempre en línea recta y acabamos en una plaza amplia con una fuente en el centro. Sobre la fuente se veía una figura recostada sobre una piedra que se cubría la cara con su mano. Era la estatua del Ángel Caído, la única del mundo dedicada al demonio.
Observamos a nuestro alrededor y, de pronto, la estatua se desvaneció. Retrocedimos asustados. Algo brilló en el cielo que nos llamó la atención. Era la escultura del diablo, que sobrevolaba la plazoleta. Empezamos a correr por donde habíamos venido.
Alcanzamos una explanada con un montículo ovalado en el centro. Tenía muchos cipreses que dibujaban una espiral que rodeaba el montículo. Era el Bosque de los Ausentes, que erigieron en memoria de las víctimas del atentado terrorista del once de marzo.
Nos introducimos en la espiral y en la cúspide encontramos los restos de una hoguera reciente sobre la que ardía la cabeza de una gallina. Sonaron nuestros relojes al unísono. Eran las doce de la noche.
Un cacareo lastimero nos puso la piel de gallina. Descubrimos que unos encapuchados ascendían el Bosque de los Ausentes. El primero portaba algo blanco entre las manos. No sabíamos que hacer. Subían por todos los lados de la pequeña colina. Estábamos rodeados. Aunque nos escondimos detrás de los árboles, esperábamos lo peor, pero no nos vieron; pasaron de largo y siguieron su ascenso para encender otra fogata en la cúspide.
Oímos un grito agudo.
La estatua del ángel aleteaba sobre el montículo donde los encapuchados hacían fuego. Aterrizó en frente de las ascuas. Los encapuchados se destaparon el rostro. Lo tenían blanquecino como la cal, con los labios pintados de negro al igual que las uñas. Le adoraban y le mostraron un objeto que no paraba de hacer ruido. Era una gallina blanca. La pasaban por encima del fuego una y otra vez. La gallina gimoteaba de dolor. Las plumas se le inflamaban, hasta que se convirtió en una bola de fuego.
Una columna de humo negro bajó desde el cielo y envolvió la pequeña loma. Del ángel afloraban espirales de nubes oscuras como el carbón y vomitaba rayos que iluminaban toda la ciudad. La hoguera se apagó. Todas las luces se eclipsaron. Un grito penetrante salió de la estatua. Entonces nos señaló y todos los encapuchados nos descubrieron.
Tratamos de huir por el camino que regresa a la puerta de Murillo. De una carrera frenética dejamos atrás el parque y entramos en mi portal. Miré mi reloj. Eran las doce y treinta y seis minutos. Mis padres debían de estar muy preocupados. Pero, en el reloj del ascensor había otra hora: las diez y media.