I Edición
Curso 2004 - 2005
Las arrugas del espejo
Adela Solís García, 17 años
Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)
Los ojos se le empapaban de arte a la niña Julia viendo a las danzarinas en tan armonioso balanceo. Apenas se distinguían los movimientos de unas y otras. Todo era fragilidad y belleza. Sin fondo alguno ni decorado, la inmensa luz irradiaba directamente de los cuatro cisnes de tul.
La música seguía los pasos de ellas y no al contrario. A puntas cortas, largas zancadas. Las manos de Julia temblaban al escuchar aquella pieza de Chopin que tan preciosísimamente las bailarinas dibujaban y que ella misma un día perfiló con sus pisadas. El piano cantaba la melodía, Julia la tarareaba. Casi podía bailar también con sus pies al ritmo del vals.
Todo era silencio. Sólo las notas a grupos de tres. También se podía distinguir un levísimo murmullo de los vestidos al rozar unos con otros, al ser llevados por el viento de los acordes.
Y, en lo profundo del alma, Julia se creía danzarina también. Danzarina de la vida, de los días y del recuerdo.
Sonreía viendo a las cuatro intérpretes, cada una sintiendo a su modo. A la izquierda, con la mirada baja, la joven se preocupaba de la técnica y la forma, cuidadosa de no cometer fallo alguno. Al otro lado, enlazada a la primera por los dedos, la curiosa bailarina lanzaba miradas más allá de la escena, sabedora de que todas las cabezas se tornaban hacia ella. Junto a esta, cerrando el círculo, la tercera, de cabeza altanera, parecía risueña y entretenida en la danza. Por último, como centro del cuadro, la más menuda de todas y también la más delicada, levantaba dificultosamente los brazos en arco, como si los sentimientos le impidieran realizar tan liviano movimiento. La emoción embargaba sus ojos. Éstos bailaban también.
Mas ninguna de ellas sabía que en aquellos instantes eran arte, belleza indescriptible y la causa del lloro de una mujer: Julia.
La música ya no sonaba, pero Julia seguía oyendo las notas de aquel piano. Una a una golpeaban sus sienes con vehemencia. Ella no estaba allí sentada, no era Julia.
***
La última tarde de noviembre de 1939, Julita Mombiela era sólo una chiquilla de diecinueve años, estudiante de ballet en el conservatorio de Córdoba. Salía de las clases con sus zapatillas de cintas asidas del brazo. Su mirada intensa y oscura, casi oculta por el flequillo que le caía hacia delante, estaba ausente y melancólica. Nerviosa y casi corriendo, seguía su camino de regreso a casa. Lo hacía ya de una forma inconsciente, como si fueran sus piernas el motor de sí misma y no ella. El sol estaba alto y el viento jugaba con los rizos de Julita, ondeándolos al aire como espigas tostadas.
Jadeando llegó al portal. Allí sentado, Antonio el conserje le saludó con un gesto amable, como de costumbre.
- Buenos tardes Julita.
- Buenos tardes Antonio. ¿Llegó ya el correo?
- No, aún no. Seguramente se demorarán como siempre hasta mañana. Ya sabes cómo anda la correspondencia estos días. Pero no te inquietes, que en cuanto llegue te lo haré saber.
- Gracias Antonio, qué atento. No me entretengo, que ya llego tarde yo también.
Julita subió los peldaños de tres en tres hasta el segundo piso. Llamó con los nudillos a la puerta, pues el timbre hacía tiempo que no funcionaba. Pronto se oyeron los inconfundibles pasos de su madre.
Al abrir la puerta, Julita le besó en la frente y siguió hasta detenerse en su habitación. Entró y cerró tras ella la puerta. Estaba cansada. Dejó la cartera y las zapatillas en su escritorio y se recostó un minuto en la cama para pensar.
Hoy era treinta de noviembre. Otro mes acababa sin que Alfonso regresase. Habían pasado tres años desde que se vieran por última vez y Julita le había esperado y guardado en su alma celosamente como un secreto. Ni una noticia, ni una carta. Todos los días Julita preguntaba a Antonio por el correo. No faltó ni uno sólo. La respuesta del conserje era siempre la misma.
Pero Julita nunca desesperó ni se entristeció. El profundo amor que sentía por Alfonso mantenía encendido su corazón. Tres años atrás, era sólo una cría pero Alfonso había sido el primero y único a quien había querido. Y aún seguía queriéndole. Por eso, cada semana le enviaba una carta y esperaba su contestación. Los recuerdos que de él tenía le hacían sonreír y soñar despierta, pensando que su regreso estaría cerca.
Mas hoy Julita no podía. Él juró que volvería, marchó a la guerra y ella lloró. ¿Y si no volvía? ¿Y si ya no podría volver nunca? La vida le superaba, sentía su alma triste y amarga como la hiel. Alfonso se encontraba en cada esquina, en cada café. Y todo era su voz, sus manos y su andar.
Empezó a llorar de nuevo, esta vez dudando por primera vez de su promesa.
***
La carta llegó a la semana siguiente, en forma de postal.
Julita miró nerviosa el remite. ¡Era él! Alfonso Guadalmete García. Su letra era inconfundible, de grandes rasgos alargados. El alma se le cayó a los pies. Sin reparar en el cuadro de la postal, Julita empezó a leer:
Mi querida Julita:
Te escribo desde Madrid, en donde vivo desde hace unos días con mi familia. Gracias por tus cartas, aún las conservo y las he leído y releído una y otra vez.
Desde la guerra me he dado cuenta de que la vida es más dura de lo que pensamos. No podemos esperar lo que queremos y deseamos, es tan difícil ser feliz. Todo acaba siendo arrastrado por el viento.
La guerra fue muy dura, créeme. La mayoría de mis compañeros murieron sin yo poder hacer otra cosa que jurarles que diría a sus seres queridos cuánto les amaban. Otros tuvieron más suerte y se exiliaron, pero ya no volverán a sus raíces. Es triste; nunca olvidaremos esta guerra. Las circunstancias de la vida han hecho de mí un hombre que antes no era. Y tú serás ya toda una mujer.
Siento mucho no haberte dado noticias de mí hasta ahora. En la batalla pensé en ti, tú me diste fuerzas, Julita, para seguir luchando. Gracias. Pero luego tuve miedo, no sé a qué. Temía terriblemente volver a verte, volver al pasado. Y no te escribí.
Julita, no quisiera que estés triste. Soy estúpido porque fui capaz de luchar tres años a pie de cañón, pero no puedo rebatir la palabra de mi padre, mis fuerzas han quedado en ceniza. El próximo mes de enero me casaré con una joven madrileña que apenas conozco, pero con quien mi padre asegura seré feliz. Y yo, Julita, le creo. Hemos cambiado tanto, son tantos los caminos que hemos cruzado, que sería necio que lo dejáramos todo por emprender una vida juntos. Dejemos estar así las cosas.
Sé que te dije que volvería. Sin embargo Julita, ¡hay tantas cosas que se dicen y luego no se cumplen.! Pensarás que soy un cobarde. Tienes razón si lo piensas. Soy un cobarde y un egoísta.
Y ya es tarde, Julita. No voy a ir a Córdoba. No mereces que un ser ruin como yo te quiera. No seríamos felices y aún somos jóvenes. Encontrarás a alguien tan maravilloso como tú. Sólo deseo que guardes de mí los momentos que pasamos juntos, cuando yo era Alfonso y sabía amar.
Alfonso
Posdata: no dejes de bailar. Te envío esta postal porque es lo único que me recordaba a ti. Tu danza estuvo conmigo en la batalla. Te pertenece.
Julia nunca volvió a bailar. Guardó sus zapatillas al fondo de una caja para no sacarlas jamás. ¡Alfonso! Cuánto le amaba aún y cuanto tardaría en olvidarle. Qué oscuros eran los sentimientos y qué difícil comprenderlos. Pero ella nunca le reprocharía nada ni le odiaría. Se quedaría con lo mejor de él y de su amor.
Y otra vez sus lágrimas caían sin contención, no sólo por Alfonso sino por su niñez. Era verdad: había dejado de ser Julita. Se había hecho mujer.
***
Julia se despertó con el corazón encogido. No recordaba cómo había llegado a dormirse pero su respiración era entrecortada. Se encontró sentada junto a la lumbre del salón con la postal entre las manos. El cuadro de Noguer y sus cuatro bailarinas. Podía verse el papel gastado con las puntas dobladas, donde el color había desaparecido. Julia le dio la vuelta a la postal y ni leyó la carta. Sintió frío en los pies. Se levantó pesadamente y al ir a calzarse se acordó de la caja.
Se dirigió lentamente por el pasillo hasta el dormitorio. Allí, en el armario, al fondo a la izquierda estaba la caja vieja que contenía todos los recuerdos de su niñez. Tuvo que apartar algunos objetos y artilugios de Miguel, su marido, que habían permanecido intactos desde que falleció el pasado año, para arrastrar la pesada caja hasta la cama.
Sus manos se movieron hábiles hasta las cintas de color salmón. Con cuidado tiró de ellas hasta que salieron las zapatillas tal y como las había dejado aquella tarde. Allí guardó la postal y cerró la caja.
Se dio la vuelta y se miró en el espejo del tocador. Vio a una anciana de pelo blanco, recogido en un tocado bajo, con arrugas que marcaban todo un camino recorrido. Cuánto había cambiado desde entonces, qué derroteros y cuantas vivencias. Sin embargo, sus ojos negros seguían siendo brillantes, hablaban por sí solos. Sus hijos los habían heredado de ella, menos uno, Joaquín, que tenía los ojos tan azules como los que le habían enamorado de su padre.
Julia sonrió y se sonrojó. Había sido feliz. Se sentó en la silla de su escritorio y se ató las zapatillas cruzando los lazos. Sus dedos eran ágiles aún y no le llevó mucho tiempo.
Caminó hasta el salón y buscó en una repisa de la estantería los discos de Chopin. Puso en el tocadiscos aquel vals número uno.
Con las primeras notas todo su cuerpo se estremeció. Julia cerró los ojos. Comenzó a dar pasos acordes a las notas, sus brazos se elevaron en arco y bailó. Dando giros por toda la estancia, de forma ligera, bailó y bailó con Miguel y con sus recuerdos y sus arrugas. Era una danzarina, con traje de tul y zapatillas de cintas. Ella no paró y la música se repitió una y otra vez sin pausa.
Julia no lloraba esta vez. Los ojos se le empapaban de arte a la niña Julita.