XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Las cenizas 

Paloma Peñarrubia, 17 años 

Colegio Senara (Madrid) 

Lorenzo atravesaba las calles de Madrid conduciendo su taxi. Esa mañana apenas había hecho un par de cortas carreras, y el día no prometía ir a mejor, porque Lorenzo era el único taxista que en los días de lluvia no conseguía hacer apenas negocio. Sin duda, esta incapacidad para ejercer de un modo más satisfactorio su profesión se debía a la atención focalizada, como él la llamaba: cuando concentraba su mente en algo, le resultaba imposible soltarlo. Así, ponía su atención en los pequeños detalles de la calle y no en las manos levantadas de los viandantes. 

Se encontraba reflexionando sobre una niña a la que acababa de ver que se echaba a llorar por caerse en la calle, cuando, en un semáforo, alguien subió al asiento trasero del coche. Era un caballero trajeado, de mediana edad, que conservaba un buen aspecto. El hombre interrumpió momentáneamente la conversación que mantenía por teléfono, para indicarle: 

-Al 38 de Martínez Campos, por favor. 

Inmediatamente continuó la charlan a través del móvil, por lo que Lorenzo, para no interrumpirle, prescindió de contestar y se puso en camino. Durante unos minutos no quiso escuchar lo que decía su cliente, por no ser indiscreto (solo se le quedaron algunas palabras sueltas: <<cuando se fue>>, <<repartir>>, <<divorcio>>…), hasta que, en un momento dado, le venció la curiosidad tras oír la frase:

-Pues imagínate lo que va a pasar si Mar quiere también las cenizas. 

Lorenzo conocía varios casos de matrimonios que se pelean por ciertos bienes durante la liquidación del régimen de gananciales, pero le pareció sorprendente que esos bienes pudieran ser unas cenizas. Intrigado, se dispuso a escuchar con avidez.

-Sé que Mar recurrirá a que hubiera sido su deseo, pero sabe que no es verdad… Y, aunque lo fuera, no puede demostrarlo… Que yo sepa, él nunca tuvo un apego mayor hacia ella. De hecho, siempre fue más cariñoso conmigo.

Aquellas pausas enervaron lo indecible a Lorenzo, pues no le permitían apreciar bien la voz femenina que dialogaba con su pasajero. Pero le tranquilizó comprobar que quedaba bastante viaje para averiguar algo más sobre las dichosas cenizas. 

-Siempre nos hemos llevado bien Mar y yo, incluso cuando le dije lo nuestro y empezamos la separación, pero está claro que no somos el primer matrimonio roto en peligro de enzarzarse en una batalla tras la muerte de un ser querido… Y si se pone pesada, te aseguro que… -hizo una pausa, durante la que habló la persona que estaba al otro lado de la línea-. No; ni de broma... Te lo digo en serio: si no me deja las cenizas, si ni siquiera me deja ese recuerdo de mi Iñaki… No la vuelvo a hablar en la vida. 

La lluvia, unidas a unos cortes en la calle Génova, ralentizaron el tráfico. La alegría de Lorenzo no estaba ligada a la cifra que iba acumulándose en el contador, sino a disponer de más tiempo para adivinar de quién podían ser aquellas cenizas, capaz de confesar sin miramientos que había engañado a su esposa. 

El caballero continuó:

-¿Eh? Ah... Ya… Bueno, no nos pongamos en lo peor. Además, no necesitamos las demás cosas. ¿Para qué, si él no está para disfrutarlas? Solo servirán para recordarnos que se nos ha ido… Ya te dije que tenías que venir tú, pero como te has empeñado en tener “tarde de chicas”… Bueno, mujer, tampoco te enfades… No creo que diga eso… A muy, muy malas, le suelto que se quede con todo y me dé, únicamente, las cenizas … No necesitamos todas esas cosas. Después de esto no estoy dispuesto a tener más; no podría soportarlo porque me recordarían a Iñaki, pero ninguno sería como él… ¿De verdad? Gracias por entenderme, cariño. 

Por fin Lorenzo vio claro lo que había ocurrido: el pasajero acababa de perder a su hijo. 

<<Le haya hecho lo que le haya hecho a su mujer, nadie se merece una desgracia semejante>>, pensó con un sentimiento de conmiseración hacia su cliente.

Mientras le daba vueltas a tan triste historia, llegaron a su destino. 

–Martínez Campos, 38 –anunció a la vez que detenía el contador.

Sacó el datáfono y cobró al tipo. Antes de que este terminase de salir del taxi, Lorenzo sintió el impulso de confesarle su indiscreción:

-Discúlpeme por meterme donde no me llaman, pero no sabe cuánto siento su pérdida. 

El hombre, con un pie en la calle, volvió a introducir la cabeza en el coche y, con la voz quebrada y las lágrimas asomándose a los ojos, le dijo:

-Muchas gracias. Lo cierto es que no ha habido, hay ni habrá otro gato como Iñaki.