III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Lengua de papel

Verónica de Vicente-Retortillo, 14 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

    Un sentimiento de agradable excitación recorre mi cuerpo. Mis manos tiemblan, anhelantes. Quisiera que el tiempo transcurriese más lento a partir de ahora, porque llevo semanas aguardando este momento: por fin estoy sentada frente al ordenador, escribiendo.

    Me he pasado semanas enteras empleando todos mis recursos para que me dejaran el ordenador libre. Me llegué a plantear seriamente pedir uno por mi cumpleaños, para no depender de que el resto de mi familia lo necesite o no. Ahora me intento relajar y hacer caso omiso de todo lo que ocurre a mi alrededor para centrarme en lo que estoy haciendo.

    Un aluvión de pensamientos irrumpe en mi mente, dejándome ligeramente aturdida. Miles de historias cruzan mi cabeza, enredándose y susurrándome con la esperanza de ser elegidas y cobrar vida. Las repaso, tratando de imponer un poco de orden en medio de ese desenfrenado caos. De repente, me quedo sorprendida: esta vez no quiero comunicar nada especial. Me doy cuenta de que mi única intención al prepararme para escribir era, simplemente, escribir por el sólo placer de hacerlo. Jugar con las palabras para construir una historia nueva que refleje una parte de mi alma. Escribir aunque no comprenda qué es lo que me empuja a hacerlo.

    Afortunadamente, siempre existirá una ingente cantidad de temas para ponerse a redactar. Lo único que tengo que hacer es escoger uno y embellecerlo (sacar a relucir su belleza y alabarla). No hay razón alguna para temer a un papel en blanco. Somos nosotros los que dominamos ese papel y reflejamos en él lo que queremos compartir con los demás.

    ¿Qué tema escojo? Suspiro. Quiero decir tantas cosas que no sé por dónde empezar. Finalmente, me decido por el ejercicio literario en sí mismo. Una vez tomada esta decisión, el resto es fácil. Deslizo las manos por las teclas y presiono las que considero adecuadas. Formo palabras, las encadeno, mostrándoles la forma de reflejar sentimientos, conceptos, ideas…, enseñándoles a hablar, a decir lo que quiero. Pero las palabras no son un simple instrumento: son parte de mí, constituyen mi lengua de papel, que me exige ser libre y ejercitarse con frecuencia para no oxidarse.

    Mi hermano pequeño se sienta al piano. Unas notas bravas y decididas que parecen contener el alma de todos los andaluces buscan mis oídos y aceleran los latidos de mi corazón. Los ágiles y ligeros dedos de mi hermano sobrevuelan el teclado. Me abandono completamente a la música y las palabras fluyen al ritmo de la melodía. Las palabras y la música recorren mi cuerpo, haciéndome sentir más viva que nunca. Esos dos mundos mágicos e inmateriales tejen en el aire su antiguo conjuro, seductor y sutil. Se entremezclan y desarrollan como un estallido de luz y color, rebosante de magia y vida. Todo esto hace que esos signos que destacan sobre el papel palpiten, como si tuvieran alma, una huella de ese mundo de notas y letras.

    Me detengo y pongo el punto final a tiempo de escuchar cómo se desvanece el último acorde. El aire todavía parece estar envuelto en un halo misterioso cuando ambos nos levantamos y nos observamos. En ese cruce de miradas noto una profunda conexión con mi hermano. Una sonrisa de complicidad acude a mis labios. Ambos somos viajeros hacia mundos que participan del designio divino.