XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Lidia y Eduardo 

Ana María Gálvez, 14 años 

Colegio Entreolivos (Sevilla) 

Tras muchos esfuerzos, Eduardo coronó la cima de la montaña. Del otro lado descubrió, con los primeros rayos de sol del día, los campos escarchados y, mas allá, un frondoso bosque.

Llevaba dos noches sin dormir, a la zaga del rastro de los captores de su prometida. Él era miembro de una noble familia terrateniente y sus padres habían concertado su boda con Lidia cuando ambos eran muy pequeños. Cuando por fin se iban a casar, ella había desaparecido sin dejar rastro aparente.

Eduardo se agachó para examinar las huellas. Ratificó que Lidia iba con un solo hombre y que no se encontraban muy lejos, ya que el rastro seguía húmedo. Se irguió y continuó la marcha.

Un par de horas después alcanzó la linde del bosque. Eduardo sabía que aquella tupida arboleda estaba plagada de bandidos. Era muy peligroso adentrarse en ella sin ayuda, pero consideró lo que su amada estaría sufriendo y se armó de valor.

A medida que avanzaba, el bosque se iba tornando cada vez más espeso y oscuro. Eduardo tenía todos los sentidos en alerta para prevenir un ataque. De pronto, se sobresaltó al oír los sollozos de una mujer.

Desenvainó su espada y se aventuró, sin pensárselo, hacia la dirección de donde venían los sollozos, dispuesto a enfrentarse a quien hiciera falta para rescatar a Lidia. Pero no fue necesario, ya que esta lloraba desconsoladamente sobre el cuerpo moribundo de un hombre. Cuando Eduardo se acercó, su prometida le suplicó, desesperada, que lo curase: 

–¡Por favor, Eduardo!... Él me ha salvado de los bandidos, pero ha quedado herido. ¡No dejes que se muera! 

En ese momento Eduardo comprendió que todo era mentira: no habían capturado a Lidia, sino que ella se había fugado libremente con aquel hombre, al que verdaderamente amaba. Y habían sido víctimas de un grupo de furtivos.

Se despertó en Eduardo una profunda rabia, pero no podía dejarlo morir, así que examinó sus heridas. Tenía un profundo corte en el hombro, por el que estaba perdiendo mucha sangre. Con el pañuelo de seda de Lidia taponó la herida. Acto seguido se lo cargó sobre los hombros y los tres se dirigieron hacia la aldea más cercana. 

Justo antes de dejar el bosque, los mismos bandidos les tendieron una emboscada. Eduardo se puso en guardia, dispuesto a defender a la mujer incluso con su vida. 

–¡Corre hacia la aldea! –le gritó–. Yo los entretendré.

Lidia llegó a las casas pidiendo ayuda, pero los refuerzos para ayudar a Eduardo en la batalla llegaron demasiado tarde. El médico del lugar solo pudo salvar al hombre con el que se había fugado.

Cada año, en el aniversario de la muerte de Eduardo, Lidia llevaba un ramo de lirios a su tumba. Frente a la lápida rompía a llorar de melancolía y agradecimiento.