II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Lituania

Mercè Raventos , 14 años

                  Colegio Canigó, Barcelona  

    El pasado mes de julio, un grupo de chicas de entre catorce y dieciocho años subimos a aquel autocar que iba a ser, durante tres días, nuestra casa. Emprendíamos un largo camino hacia Lituania, donde habíamos organizado un campo de trabajo. ¡Qué pesado se hizo el viaje! Fueron tres días respirando el mismo aire, cada vez más viciado, durmiendo como podíamos, retorcidas en un sillón u ocupando el suelo. Echamos interminables partidas de cartas, escuchamos una y otra vez las mismas canciones y, de vez en cuando, las amigas que repetían nos aseguraban que, por muy duro que resultara el traslado, valía la pena por lo que nos esperaba ahí o, mejor dicho, por las personas que nos aguardaban en Lituania.

    Cuando por fin llegamos, nos alojamos en una residencia en Kretinga, lugar en el que impartíamos a diario clases de castellano para niños y jóvenes del pueblo. Las clases tuvieron un gran éxito, con algunos alumnos del año anterior y otros nuevos, todos dispuestos a aprender y, ya los últimos días, decididos a volver el próximo año. Aunque, todo hay que decirlo, no era fácil conseguir que toda una clase de chicos y chicas de diferentes edades hicieran lo que les mandabas, teniendo en cuenta que, aún diciéndoselo con todo el cariño y poniendo ellos el mayor esfuerzo posible por su parte, nuestro inglés no era perfecto..., ¡y el suyo menos!

     No se pueden cantar grandes alabanzas a esa residencia, pero no nos quedó más remedio que adaptarnos. Nos apañamos como pudimos, construyendo, por ejemplo, cortinas con bolsas de basura, ya que no las había en las habitaciones.

     Algunos días visitamos el orfanato para darles un poco de alegría a aquellos niños que pensábamos que tenían suficientes razones para haberla perdido, pero pronto nos dimos cuenta de que fueron ellos quienes nos contagiaron sus risas, su optimismo y su buen humor. Con los más pequeños jugábamos, pintábamos y hacíamos diversas manualidades que parecían gustarles; con los mayores conseguimos, sin hablar el mismo idioma, averiguar que les gustaba jugar al fútbol. Jugamos animados partidos presididos por nuestras propias carcajadas, pues aquellos niños nos enseñaron, entre otras cosas, a ser humildes y reírnos de nuestras propias limitaciones.

     Pero no solo los más jóvenes se alegraban de vernos, también a los ancianos del asilo se les iluminaba la cara con una sonrisa cada vez que íbamos a visitarles. Les hacíamos compañía, cantábamos canciones; a algunos, incluso, les cortábamos el pelo y las uñas, y lo más importante: les escuchábamos. Nos contaban anécdotas de su pasado, la mayoría muy impactantes, ya que han vivido la II Guerra Mundial, el comunismo y un sinnúmero de sufrimientos. Tuvimos la suerte, además, de ir siempre acompañadas por un grupo de chicas lituanas que nos traducían todas esas historias al inglés. Más tarde ayudábamos a comer a los que no podían hacerlo solos. ¡Y cómo nos lo agradecían!

     Nos costó despedirnos de ellos, tanto de los niños como de los ancianos. Algunos de estos incluso lloraron. Nosotras tampoco pudimos contener las lágrimas cuando subíamos al autobús de vuelta a casa, pensando que aún quedaba un año para volver a verles.

     Durante las dos semanas que estuvimos en Kretinga descubrimos la alegría que produce saberse útil para los demás y lo poco que nos costaba darles un poco de felicidad. Del campo de trabajo nos beneficiamos nosotras: aprendimos a tratarnos mejor, a ser más serviciales, a aprovechar el tiempo, a darnos a los demás y a no dar tanta importancia a lo material. En conclusión, a querer a cada persona como es, a no quejarnos por tonterías y a dar gracias por lo que tenemos, aunque pueda parecernos insuficiente.