II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

¿Lloras por mí?

Berta Ferrer, 17 años

                 Colegio IALE, Valencia  

     Me gustaba observarle desde lejos, mientras él, sentado en su esquina y tan callado como siempre, se perdía a través de la ventana enrejada, bolígrafo en mano, cual batuta en sus dedos.

     Yo estaba embelesada por aquellos ojos tan dulces, olvidándome de un ejercicio que tenía entre manos en el que se mezclaban pentagramas, notas y alteraciones. Y no podía apartar la vista de él. Ni de su eterno piano. Sus largos dedos se entrelazaban en el bolígrafo, componiendo notas que, tal vez, nadie escucharía jamás. Él seguía escrutando la desierta calle de aquel día de principios de verano, llevándose lejos de allí sus pensamientos entre compases borrosos.

     Me levanté, sobresaltada por el sonido de la alarma. Él miró su reloj. La clase había terminado. Pero yo no podía abandonar tan pronto aquel edifico que tanto encanto guardaba, así que me escondí entre los pasillos y acabé por recostarme en una pequeña ventana por la que entraban los últimos rayos de sol. Saqué de mi mochila un libro, dispuesta a estudiar para el examen del día siguiente. El silencio que dominaba el lugar -sólo roto por alguna nota apagada en la lejanía-, llevó mis pensamientos muy lejos de allí, y antes de que me hubiera dado cuenta, me había quedado dormida.

     Pasados veinte minutos y me desperté, sobrecogida por la oscuridad que se había apoderado del rincón y por el silencio que reinaba en todo el edificio. Comencé a bajar la escalera, cuando una luz llamó mi atención en el rellano. Después de recorrer todo el pasillo, abrí la puerta con mano temblorosa. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme en el palco del anfiteatro. Había estado muchas veces allí, pero ninguna en aquellas condiciones. Tenía magia por sí sólo. Dos lamparillas situadas a cada lado del escenario proyectaban sombras anaranjadas sobre las butacas. Él estaba allí, de pie, dirigiendo una orquesta invisible, batuta en mano.

     Hubiera pensado que estaba loco de no ser porque de repente todo cobró vida. Las butacas a mi lado estaban llenas, y las de abajo. ¡Y las de todo el teatro! En el escenario comenzaban a desdibujarse los violinistas, seguidos de las violas, los violonchelos, contrabajos, clarinetes, flautas, percusión. Toda la orquesta. Él alzó las manos y el murmullo de la multitud quedó apagado por la sensación de vacío que se apodera del estómago antes de que el director baje la mano. Y, entonces, empezó. Un escalofrío recorrió mi espalda. Aquello era música celestial. Jamás había imaginado que se podía dar vida a las melodías. Cerré los ojos y me dejé llevar. Tenía la sensación de que flotaba y de que, si lo deseaba, podía volar y tocar las estrellas con la punta de los dedos. Y antes de que me diera cuenta, sonó la última nota, que vibró por todo el teatro e hizo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Cuando volví a abrirlos, la magia se había esfumado y con ella, él.

     Cada día, durante las siguientes dos semanas, esperaba impaciente a que llegara la hora para escabullirme entre butacas y quedarme sentada en un rincón, hechizada por aquellas melodías.

***

Aquel día entré corriendo en clase. Odiaba llegar tarde. Cerré la puerta tras de mí, intentando coger aire mientras elegía una mesa de entre las que quedaban libres. Levanté la cabeza, dispuesta a saludarle, y cuál fue mi sorpresa al ver que no estaba sentado en su rincón cerca de la ventana. Ni en su piano. “¿Dónde está?”, le pregunté entre susurros a mi compañero de mesa. “Se ha ido”, fue su única respuesta. Fue como si algo me golpeara. Él, que me había enseñado a amar la música, a saber saborear cada nota, cada alteración, cada silencio, no podía abandonarme ahora. Noté como crecía el nudo en mi garganta y la clase se desvanecía a mi alrededor, mientras la nueva profesora explicaba mecánicamente y sin sentimiento no sé que historia en la pizarra. ¿Qué me importaba a mí aquello? De repente todo perdía sentido. Incluso mi presencia allí.

     Salí corriendo, como alma que lleva el diablo. Una vez más me perdí entre los pasillos hasta acabar refugiándome en mi apartado rincón. Lloré desconsoladamente. Le odiaba. Me levanté y volví al lugar que había hecho mío durante aquellas dos semanas. Pero esta vez sabía que era distinto, estaba oscuro, lúgubre. Triste. Hacía frío. Y me quedé acurrucada, esperando unas notas que nunca iban a llegar.

     -Alguien me dijo que la música es como el amor: muy dulce pero en cualquier momento, puede tornarse amarga -susurró alguien por detrás de mí.

     Di un respingo. Mi corazón latía a mil por hora, y no únicamente por lo asustada que estaba. Esa voz era inconfundible. Allí estaba él, a mi lado, con sus ojos rebosantes de sueños. Una sonrisa se dibujó en su rostro y con un dedo secó las lágrimas que volvían a correr por mis mejillas.

     -¿Lloras por mí?

     No pude más que apartar la cara, rechazando su sobrecogedora mirada.

     -Perdóname, entonces por haberte hecho entender la música durante estas dos semanas.

      -¿Sabías que estaba aquí? -fue lo único que logré murmurar.

     Su cálida voz y su presencia me dejaban sin fuerzas para poder articular palabra.

     -Por supuesto, y me regocijaba con cada hermosa sonrisa que conseguía arrancarte. Yo no hice nada especial, únicamente levanté la batuta, y tu ilusión y la magia de la música hicieron el resto -hablaba con emoción-. La música tiene vida por sí misma, pero hasta que tú no osas mirarla con ojos llenos de esperanza, ella no cobra jamás sentido. Recuérdalo. Haz que la música dibuje tu sonrisa.

     Se levantó sin esperar a que le contestara. Sabía que no era necesario; su trabajo allí había acabado. Yo me quedé sentada donde estaba, sin poder moverme. Sus palabras resonaban en mi mente. Conseguí levantarme, con piernas temblorosas, y corrí tras él.

     -Gracias -fue lo único que pude responderle, pues cualquier otra palabra moría en mi garganta por temor a estropear el momento.

     Sonrió, como sólo él sabía hacer. Abrió la puerta y se marchó con la misma rapidez con la que había aparecido.

     Me pareció oír algo, pero lo deseché. Sólo quedaba yo y el eco de sus palabras. Sabía que era hora de irse. La función había terminado, y con ella, mis lágrimas. Abrí la puerta de forma decidida y salí. Pero, asomé la cabeza, y por un instante le vi de pie, con su formidable batuta y el leve Schumann saliendo de ella. Sonreí. Y cerré la puerta tras de mí.