III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Lo que ellos deciden

Lucía de Bofarull Olano, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Mi cama era larga y ancha. A pesar de todo, me senté en la misma esquina de siempre, cerca de la ventana. Y a pesar de estar la persiana medio bajada, la luz de la mañana iluminaba el cuarto, y era una luz insoportable. O quizá no, quizá en aquel día todo era insoportable. Traté de olvidarlo. Intenté pensar en otra cosa, pero algo me lo impedía… Me comportaba como un niño de dos años: sentada en mi esquina, pensando en todo y sin hacer nada, sin mover ni un triste músculo.

    Pensé por un momento que aquel sucedido era imposible, un sueño quizás. Pero la carta de mi padre, que seguía encima de la mesa, me devolvió a la realidad, a mi realidad, tan simple y a la vez tan cruda. Deseé no haberme despertado nunca...

* * * * *

    Hacía un mes desde que papá no estaba en casa. Un mes en el que en mi hogar sólo lo ocupábamos mi madre, mi hermano Javier, yo y un buen cargamento de mentiras, una mentira seguida de otra.

    Iba caminando por la calle. Llovía mucho. Parecía que, de un momento a otro, las grandes gotas de agua que caían, fueran a romper aquellas baldosas tan bien colocadas. Vi que no era suficiente con la bolsa de plástico que llevaba en la cabeza, así que me puse los libros también, sujetándolos con las dos manos. Pero seguía mojándome demasiado, así que me quedé debajo de un portal. Cuando paró de llover, me fui a casa en seguida, me cambié y me senté al lado de la estufa. Justo en ese momento, llegaron mi madre y Javier.

    -Traigo a Javier para que se quede contigo –me dijo mi madre-. Me voy al trabajo, que tengo mucho que hacer. Volveré tarde.

    Nos despidió con un beso antes de abandonar la casa.

    -Marta, desde que papá no está, mamá trabaja mucho más… ¿Cuándo volverá?

    Javier me hizo esa pregunta con voz muy seria. Tenía sólo seis años, pero transmitía la madurez de un chico de diez. Hacía ya una semana que repetía esta pregunta con cierto enfado. Sabía que el mundo de los mayores era una gran mentira. Me quedé mirándole, tristemente.

    Me encerré en mi habitación para estudiar, mientras Javier jugaba en la suya. Pero cuando se cansó y vino a pedirme que le pusiera una película, ya no pude aguantar más. Mi madre creía que mi hermano era muy pequeño, pero yo sabía perfectamente que estaba sufriendo y que era mucho peor tratarle como a un crío, rodeándole de engaños. Además, ¡qué sabría ella!. Yo había ejercido de madre de Javier desde que mi padre no estaba. Aunque para mí era muy duro contarle la verdad a mi hermano, me parecía que era lo mejor para él. Le quería demasiado para dejar que le hicieran daño.

    -Javier, te voy a explicar una cosa.

    Me miró con sus ojos enmarcados entre grandes pestañas.

    -Es hora de que sepas por qué papá ya no esté en casa -intenté compensar esa frase tan fría con una mirada de ternura.

    -No volverá, ¿verdad?

    Tardé en contestarle. Finalmente, sin apartar mi mirada de la suya, negué con la cabeza. Aquello se me hacía muy difícil. Intentaba con todas mis fuerzas no derramar una sola lágrima. Si yo me hundía, él lo haría también.

    -Sí, no volverá.

    -¿Por qué?

    -No le dejan volver del sitio en donde está –reconocí.

    No me sentí capaz de contarle toda la verdad. Culpé a otras personas de lo poco que le importábamos a nuestro padre y de lo mucho que había contribuido mi madre con su comportamiento para que él se fuera. La culpa la tenía su poco interés por arreglar sus problemas con él, a pesar de no querer reconocerlo.

    -¿Y porqué no nos llama? ¿Ya no nos quiere?

    -Sí, Javier, claro que nos quiere.

    Entonces no me pude contener, y estallé en un llanto amargo. Sabía que también yo había comenzado a mentir.

    -¿Entonces?

    -Es que allí no le dejan usar el teléfono.

    Javier me abrazó. Comprendí que había decidido creer mis mentiras.