X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Lola

Emilia Pérez Martín, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Se llamaba Lola. Me lo decía todos los sábados, uno tras otro, creyendo que se presentaba por primera vez. Y yo asentía, atenta a aquel rostro surcado de arrugas que se disponía a contarme la misma historia de nuevo.

Su madre fue una bella dama de una adinerada familia francesa venida a menos. Se fugó, loca de amor, con un joven soldado y se casaron en Madrid. Nunca supe qué parte de todo esto era cierta y que parte surgía adornada por su fantasiosa mente. Ella siempre dibujaba una infancia humilde y feliz.

Siempre me la encontraba sumida en un duermevela. Así que me sentaba a su lado a leer o a estudiar. Al despertar, primero me miraba y luego se presentaba como Lola. Podía ver en sus ojos la certeza de que no se acordaba de mí.

Al poco comenzaba su historia, con una inestable vocalización. Cada vez me costaba más entenderla, hasta que, al final, intuía lo que decía de tantas veces que lo había oído.

Siempre me hablaba de Jaime, el amor de su vida. De origen humilde, tanto él como su hermana Marta, una viuda con tres niños, habían quedado huérfanos tiempo atrás. El minúsculo sueldo de Jaime como administrador del ejército no les permitió un enlace lujoso, e incluso pasó a ser insuficiente cuando Fermín, Lucía y Amparito, los hijos de Marta, pasaron a ser tutela de los recién casados tras el fallecimiento inesperado de esta. Para darles de comer Jaime aceptó un traslado a Sevilla. Aunque el sueldo fue mayor, tuvo que partir con las tropas a Ceuta.

Jaime no tenía experiencia en el campo de batalla, así que cayó en la primera refriega. Regresó a Sevilla ensalzado como héroe de guerra, pero ni las alabanzas de sus compañeros le dieron a Lola una peseta de más. Sumida en una profunda tristeza, Lola empaquetó sus escasas pertenencias y volvió a casa de sus padres, en Madrid, con tres criaturas hambrientas y otra en camino. Allí supo que su padre acababa de morir por unas altas fiebres. Tal vez fue la pena por ambas tragedias que el bebé nunca llegó a ver la luz.

***

Cuando el tiempo era agradable, la llevaba en su silla de ruedas al patio del asilo, entre el perfume de los naranjos.

***

Unos delicados bordados franceses que Lola y su madre elaboraban hasta altas horas de la noche permitieron que los pequeños crecieran sanos y fuertes. El tiempo también pasó por ellas. Cuando Lola rozaba los cuarenta, su madre falleció.

Al poco tiempo, el apuesto Fermín contrajo matrimonio con la hija de un banquero. También Amparito y Lucía desfilaron junto a sus prometidos, dos chicos de alta cuna que quedaron encandilados por la belleza de las muchachas.

Lucía se casó poco después y se mudó con su marido a Navarra. Aunque no tuvieron hijos, fue muy feliz. O, al menos, eso escribía en sus cartas.

Amparito no tuvo tanta suerte. Un día encontraron a su novio muerto y sin cartera en una callejuela de Madrid. Lloró hasta que se quedó sin lágrimas. Perdió las ganas de comer. Nada lograba sacarla de su estado de desamparo. Por eso Lola se retorció de dolor cuando, una mañana, Amparito no volvió a despertar.

A Lola ya no le quedaba nada en Madrid. Fermín apenas la visitaba. Decidió mudarse a la ciudad en la que se encontraba la sepultura de su amado marido: Sevilla. Allí pasó los últimos años de independencia que le quedaban, en una cómoda casa costeada por su hijo Fermín.

Me contaba que la llevaron al asilo porque un día se resbaló por las escaleras y Fermín decidió que ya no podía vivir sola. En realidad, yo intuí el verdadero motivo: el banco de la familia de la mujer de Fermín estaba en quiebra, y su hijo necesitaba dinero. Así que Fermín, con todo el dolor de su corazón, acabó complaciendo a su mujer y vendió la casa de Lola.

Un día fui allí con mis amigas. Me senté a hablar con una señora que se presentó como Lola. Me contó todo lo que acabo de contarle. El sábado siguiente, cuando decidí visitarla de nuevo, la recepcionista me llamó:

-Tiene alzheimer. Quizás no se acuerde de ti.

Efectivamente, Lola se me volvió a presentar sin dar muestras de conocerme. Con intenso dolor he sido testigo de cómo los detalles se iban difuminando cada sábado, cómo la historia se iba reduciendo.

Cuando el martes me telefonearon para comunicarme que doña Lola había muerto, me sentí obligada a notificárselo, don Fermín, a dejarle por escrito todo lo que su madre me contó.

Atentamente, Fátima Núñez Guzmán