XVII Edición
Curso 2020 - 2021
Los cualquieras
Nacho Barrón, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
Yo era uno más de los cualquieras que vivían en la ciudad de Normalandia. Una ciudad en la que todo era normal. Yo nació en aquella urbe, en la que vivía su familia desde que Él, su abuelo, llegó para labrarse un futuro mejor. Desde entonces ocupaban un chalet adosado en la calle Regular número setenta y uno, que por fuera y por dentro lucía igual que el resto de las casas de Normalandia.
En su familia eran seis: sus padres, Vosotros y Ella, los mejores padres comunes que existían; su hermano pequeño, Tú, un trasto; su hermana Nosotras, que como iba a la Universidad no la veían mucho, salvo cuando regresaba a casa los fines de semana. Entonces la vivienda parecía adquirir vida. El abuelo era el más sabio y guasón de toda la familia. Yo, el pobre, estaba en medio de los hermanos. Es decir: nunca hacía ni mucho ni poco, o, en otras palabras, siempre se queda en el medio.
Vosotros, el padre de Yo, era policía y se pasaba la jornada entera dándole al silbato para avisar a la gente: cuando pasaba un coche, cuando les tocaba cruzar o para saludar a algún amigo. Su turno de trabajo era como el de cualquier cualquiera: de nueve y media de la mañana a las cinco de la tarde, aunque siempre salía un poco antes para tomarse una copa con algún colega. Pero nadie lo echaba en falta en su puesto de trabajo, porque como todos los habitantes de Normalandia son normales… allí nunca pasa nada raro.
Ella era abogada, pero una abogada sin casos que resolver, porque en una ciudad así… nunca pasa nada. Le pagaban una normalada al mes, lo que en euros son unos diez mil, lo que no está nada mal. Su rutina consistía en sentarse en el despacho y esperar. Mientras tanto consultaba el reloj, vagueaba un poco y navegaba por internet antes de regresar a su casa.
El abuelo se jubiló hace tiempo. Desde entonces jugaba a la petanca con la vecina del número setenta. Él siempre encontraba una excusa para no estar en casa; era como un adolescente arrugado que piensa en su vivienda como en un hotel al que solo va a dormir y a desayunar.
Nosotras se sacó el carné de conducir. Su coche no tenía freno, ni motor; funcionaba a pedales. Todo eso para que no sufriera un accidente de circulación. Aunque Nosotras era la mayor de los hermanos, era la más dependiente. Solía mandarle notitas a su padre: <<Papá, ¿me prestas media normalada? He quedado con mis amigos y no me queda nada de dinero de la semana pasada>>. Vosotros estaba cansado de esas cartas, pero como no sabía decirle <<no>>, Nosotras seguía tan feliz con su paga.
Tú siempre estaba llorando, como cualquier hermano pequeño. Era el mejor amigo del abuelo, con el que siempre estaba planeando trastadas que sufría el pobre Yo.
La calle en la que vivían era como cualquier otra calle de Normalandia: el asfalto gris y la acera de baldosas bicolores, blancas y negras. Las flores que adornaban las casas eran cualquierinas: de pétalos grises, el tallo negro y los sacos polínicos blancos. De hecho, en Normalandia solo existían el color blanco, el negro y su fusión: el gris.
El cielo era lo único extravagante de Normalandia. De un negro brillante, reflejaba a las nubles blancas que flotaban como globos. El sol, blanco, iluminaba tenuemente toda la ciudad. Aunque pudiera parecer un lugar aburrido, los cualquieras eran felices porque allí podían ser normales, sin saber que aquella normalidad era lo que les hacía tan especiales.