XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Los dos amigos

Juan Pablo Otero, 15 años

Colegio Campogrande (Hermosillo, Sonora, México) 

Carlos sabía que aquel iba a ser el final. Sentía el nerviosismo por sus venas, pero no el miedo, pues estaba seguro de sí mismo. Después de todo, se había enfrentado muchas veces a Luis.

Además, les rodeaba el terreno familiar: las casas, el pasto y muchos acres de trigo.

Luis estaba tranquilo. Contempló los alrededores de la misma forma que Carlos. Después de todo, ambos crecieron allí. Envuelto en sus pensamientos, observó su pierna, en la que estaban marcados los cortes que le provocó su última pelea con Carlos. Tragó saliva, apretó su lanza y se dirigió hacia él.

—Esto no tendría por qué acabar así —le dijo Carlos.

—Lo sé. Sin embargo —Le replicó Luis—, no hiciste nada para detenerme.

—-¿Y qué crees que estoy haciendo ahora? —volvió a hablar mientras retrocedía un paso.

—Intentar detenerme —reafirmó Luis, que le embistió a gran velocidad.

Aunque fue a descargarle un buen golpe, Carlos logró bloquearlo. Furioso, Luis repitió aquel envite una y otra vez, siempre con el mismo resultado: su lanza chocaba con la de Carlos. Agotado, retrocedió de nuevo, pero esta vez a la defensiva. Durante unos momentos permaneció con los ojos clavados en su contrincante, aguardando cualquier movimiento imprevisto, pero Carlos se mantenía en la misma posición con la que comenzó la pelea.

Luis, mientras se secaba el sudor de la frente, creyó entender lo que ocurría: desde que se hicieron amigos, Carlos nunca desperdiciaba una oportunidad para hablarle de las virtudes que debe tener un hombre. Pensó que lo que quería su contrincante era soltar un nuevo discurso, pero se equivocó: cuando Luis aflojó la mano con la que sostenía su lanza, Carlos la asestó un golpe en el pecho con el que perdió el equilibrio, lo que su enemigo aprovechó para darle otro golpe, esta vez en las costillas.

Dolorido y furioso, Luis regresó a la ofensiva, pero Carlos se defendió en cada uno de sus envites. No tardaron en quedar extenuados.

—Eras el hermano que nunca tuve, Luis —le reconoció Carlos después de carraspear.

—Yo también te veía así, pero me traicionaste.

—No es cierto -habló con la voz rota—. Sabes que no pude hacer nada. En caso contrario, hubiera muerto.

—Sin embargo, estoy aquí.

Dejándose llevar por las emociones, Carlos fue corriendo hacia Luis con la lanza levantada y le estrelló un nuevo golpe. Luis trató de bloquearlo, pero la lanza se le rompió y recibió un estacazo en la frente. Cayó al piso; todo le daba vueltas. Al levantar la cabeza, vio la lanza de su contrincante rozándole la cara. Pensó que lo prudente era abandonar la lucha.

—Ya no puedes hacer nada —le dijo Carlos.

Luis pensó que tenía razón, hasta que recordó una de sus muchas frases rotundas: «Siempre hay una solución a todo». Entonces, con la poca energía que le quedaba, le dio una patada en las piernas. Carlos se desplomó y Luis, rápidamente, le quitó el arma. Cuando se disponía a acabar definitivamente con él, escucharon un pitido.

Los dos voltearon a ver. Era el carro de la mamá de Carlos.

—Dejen de jugar, niños —les ordenó desde la ventanilla—. Carlos, levántate del piso. Tienes que venir a la casa a empacar tus cosas.

Luis le ayudó a ponerse en pie.

—Bueno, supongo que este ha sido nuestro último juego.

—Eso creo —le respondió Carlos.

—¡Apúrate niño, que nos está esperando la mudanza! —gritó su madre.

Tras un corto silencio, el público se levantó y comenzó a aplaudir. Bajó el telón. Luis estaba satisfecho. Los meses de ensayos habían dado fruto y sentía el fruto del éxito.

***

Luis volvió a centrarse en la plática con su colega de oficina cuando este le dio una palmada en el hombro. Se había perdido en sus pensamientos…

La policía lo tenía rodeado. Sus años de experiencia criminal le ofrecían ciertas ventajas, pero la edad era, a su vez, un impedimento. Chequeó el cargador; le quedaban tres balas. Antes de cerrarlo le embargó una ola de arrepentimiento. Extrañaba sus años en la escuela de teatro. Siempre sintió envidia de Carlos, especialmente desde la tarde de la representación a la que llegó borracho. Le expulsaron de la escuela. Sin embargo, fue testigo de los triunfos de su amigo mientras él caía en el vicio. Culpaba a Carlos de su desgracia, nunca a sí mismo. Pero ahora entendía que él mismo era el problema.

Unos pasos lo distrajeron; ya estaban cerca. Entonces recordó aquella frase de Carlos: «Siempre hay una solución a todo». «Sí, la hay», pensó Luis. Se decidió a abandonar aquel errado estilo de vida. Dejó el arma en el piso, puso las manos en alto y…

Un disparo retumbó en sus oídos. Trató de dar un paso, pero se derrumbó. Una vez en el suelo comenzó a llorar, no de rabia sino de tristeza.

***

Despertó de golpe y tardó unos momentos en entender que acababa de ser víctima de una pesadilla. Se sentó a reflexionar si debería entrar en la obra con Carlos. Luis sabía que él no era un buen actor.

Después de unos minutos decidió que abandonaría el teatro en busca de otro camino. La dirección cinematográfica siempre le había llamado la atención.

***

La pantalla se puso en negro y los créditos comenzaron ascender. Se escucharon aplausos en la sala, que fueron ahogados por la banda sonora de la película. Entre el público estaba Carlos, orgulloso del triunfo de su amigo Luis.