XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Los escritores 

Catalina Arranz, 14 años

Colegio María Teresa (Madrid)

Sofía Pratt, una joven escritora, esperaba en su despacho la llegada de su editor, con el que tenían que arreglar unos detalles referidos a su nueva novela. Mientras ordenaba el escritorio, llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo, convencida de que era la visita que esperaba.

Un desconocido alto, guapo y algo pálido se acercó con paso ágil hasta su mesa. Sofía se quedó mirándolo extrañada. El desconocido, con un exceso de familiaridad, se acomodó en una de las sillas que había frente a ella. Apartando sus dudas, la escritora le preguntó:

—¿Quién es usted y qué quiere?

Le dijo que se llamaba Nicolás, pero no indicó su apellido.

—Vengo a ofrecerle mi ayuda para mejorar esa nueva novela que está escribiendo.

Movida por la curiosidad, dejó que aquel hombre se explayara. Un rato después, cuando finalizó su intervención, Sofía cayó en la cuenta de que estaba temblando: la temperatura del despacho había bajado de manera llamativa, algo que a su visitante no parecía afectarle. Eso sí, él percibió que la mujer tenía frío y le propuso salir a la calle para tomar un café.

—Con una condición —le señaló Sofía antes de tutearle—: que me cuentes de verdad quién eres y qué quieres.

Anduvieron sin rumbo por la ciudad, hasta que llegaron a una cafetería de decoración trasnochada, cómo si una gotita de historia se hubiese escapado y salpicado aquel lugar. Se sentaron en una mesa apartada y enseguida vino un camarero, que le preguntó a Sofía qué iba a tomar. Aunque el empleado ignoró a Nico, a este pareció no importarle, al igual que no le había prestado atención al frío.

Cuando volvieron a quedarse solos, Sofía le disparó un tropel de preguntas, a tal velocidad que el extraño no encontraba tiempo para responderlas. Una vez se hubo calmado la novelista, Nicolás pronunció un apellido:

—Aranda. Mi apellido es Aranda.

–Nicolás Aranda… –Sofía se sorprendió, pues correspondía con el nombre de un famoso escritor que, además, fue uno de sus mejores amigos de la infancia. 

—Veo que me recuerdas —le dijo Nico —. Quiero que veas una cosa —añadió, mientras le pasaba un recorte de periódico. 

“El novelista Nicolás Aranda ha muerto en un accidente de avión. El funeral se celebrará el día treinta y uno, a las ocho y media de la tarde. Sus familiares acudirán…”

—Pero… — Sofía alzó el rostro y le miró con desconfianza—. ¿Muerto en un accidente? ¡Qué tontería! Estamos aquí, hablando ahora mismo, a menos que… –palideció–. ¿Yo también estoy muerta? —preguntó alarmada.

Nicolás no pudo reprimir una carcajada.

—No, tú no estás muerta. Deja que te explique... Cuando supe que ibas a publicar de nuevo, decidí venir a visitarte. Por eso tomé aquel vuelo en el que tuve el percance fatal. 

Sofía estaba con la boca abierta.

–Percance –repitió sin darse cuenta.

—Me he convertido en un fantasma —se encogió de hombros—, pero aún así puedo verte, hablar contigo, darte la mano...

Ella negó con la cabeza y puso los ojos en blanco.

–Eres de lo que no hay –no supo decirle otra cosa.

A partir de aquella tarde, la revisión de la nueva novela de Sofía los hizo inseparables. Aunque entre ellos fue creciendo una relación más fuerte que la amistad, sabían que no podían estar juntos.

Tiempo después, Sofía Pratt salió de su casa dispuesta a hacer unos recados. Las calles rebosaban de gentío. Ella se detuvo en un semáforo. Cuando pasaban los coches, recibió un empujón y cayó en la carretera, justo en el momento en el que se le vino encima una furgoneta. El tiempo pareció ralentizarse. Algunos viandantes gritaron al verla en el asfalto mientras el automóvil se acercaba a toda velocidad. Sofía sintió el golpe, que le lanzó hasta unos cuantos metros de distancia. Aturdida, escuchó, voces, chillidos, ruido de motores… Le dolía la cabeza; no podía aguantar tanto ruido. Hasta que, de repente, cesó todo sonido y dejó de sentir dolor. 

La escritora se levantó lentamente. 

–Estoy bien –pronunció, pero parecían no verla.

Se fijó en las expresiones desencajadas de quienes la rodeaban. 

–¡Sofía! –alguien la llamó a sus espaldas.

Al girarse se sorprendió. Aunque su cuerpo permanecía tendido en el suelo, inerte, pudo dar unos pasos y tomar la mano de Nicolás Aranda.

–¿Te invito a un café? –le propuso.

Ella lo miró, feliz. 

–Claro; así me podrás hablar de tu próxima novela.