V Edición
Curso 2008 - 2009
Los hombres tristes de
carcajadas vacías
Lucía Mouzo, 16años
Colegio Montespiño (La Coruña)
No tenían nombre. Nosotros, sencillamente, los llamábamos: los hombres tristes de carcajadas vacías. Aunque tampoco eran hombres, puesto que, aunque físicamente se asemejaban mucho a nosotros, carecían del rasgo distintivo de nuestra raza: el calor humano. Ese reconocimiento cálido que ilumina los ojos de las madres mientras contemplan a sus hijos dormidos; la capacidad de sobreponerse a la propia comodidad e interesarse por los demás, reflejada en un saludo cordial y sincero que, según el abuelo, tiempo atrás asomaba en cada esquina.
La verdad era que yo jamás había visto nada de lo que me contaba el abuelo mientras colocábamos los adornos en el árbol de Navidad. Me resultaban impensable dos personas estrechándose la mano en mitad de la calle y entablando una conversación superficial e inafectada. ¿Con qué motivo y con qué finalidad? No podía comprenderlo. Entonces me venía a la mente el rostro de papá, víctima de semejante asalto, y se me escapaba una carcajada que no hacía sino incrementar la cólera de mi abuelo. Si había algo que papá no soportaba era la gente entrometida. “El mundo estaría mejor si cada uno atendiese sus propios asuntos”, solía decir. Por aquel entonces yo le daba toda la razón. Hasta que descubrí la existencia de los hombres tristes de carcajadas vacías.
Actuaban como personas normales. De hecho eran lo que, desde mi tierna infancia, había concebido como el modelo de persona normal: altos y de facciones agradables, respetados -casi venerados- en sociedad y tan formales que resultaban impolutos. Hubieran configurado prototipo de hombre feliz de no ser porque en la práctica éste se desmoronaba como un castillo de naipes.
Pues aunque reían continua y despreocupadamente, no eran felices en absoluto. Bajo sus pálidas mejillas se cincelaba una sonrisa forzada y patética. Sus ojos, yertos y siniestros, transmitían el frío que los colmaba. Porque estaban vacíos, tan vacíos como su Navidad, como la mía.
Los hombres tristes de carcajadas vacías. Los hombres negros, oscuros, gélidos. Los hombres siniestros. Los hombres que antaño fueron sólo eso, hombres, hasta el día en que acordaron controlar su propio destino.
El abuelo se ponía de un humor extraño durante aquellas fechas. Mamá solía decir que aquel temperamento gruñón de viejo cascarrabias era su modo de manifestar afecto sin dañar su orgullo ni caer en sensiblerías, que él consideraba propias de mujeres. Me convencí de que detestaba la Navidad o, mejor dicho, nuestra Navidad. Aunque poco podía sospechar yo por aquel entonces, poseía su propio sentido de la Navidad, el verdadero sentido. Fue aquella noche del 24 de diciembre cuando decidió compartir conmigo su secreto.
-¿Crees que esta noche es especial? -me preguntó con desgana desde su sillón.
Nos encontrábamos solos en la sala de estar y el rumor de las voces pomposas de mis padres recibiendo a sus invitados atravesaba, debilitado, la pared que nos separaba del recibidor. En breves instantes, una oleada de parientes irrumpiría bulliciosamente en la habitación y tendría que someterme a un bombardeo de besos y elogios que tanto me disgustaba. Alcé la vista hacia mi abuelo. Me sorprendí al encontrarme con su mirada suspicaz.
-Claro que sí -respondí un poco confuso, pero sin vacilar-. Esta noche viene Papá Noel.
-¿Y quién es ese Papá Noel? -inquirió mi abuelo con un deje de inocencia que no lograba disimular su perspicacia.
-Pues Papá Noel... -comencé, cada vez más confuso.
¿Qué le pasaba al abuelo? ¿Cómo no iba a saber quién era Papá Noel? Papá Noel era..., era... En fin, Papá Noel repartía regalos a todos los niños del mundo durante aquella noche mágica en la que el tiempo parecía detenerse. Y así se lo dije.
-¿Y con qué motivo? -preguntó eludiendo el hecho de que no había contestado a su pregunta-. ¿Y por qué ahora?
Al ver que yo no era capaz de encontrar una respuesta, añadió:
-¿Te gustaría saber lo que es la Navidad realmente?
Justo en ese momento se abrió la puerta y la conversación se extinguió bajo el estruendo de las risas de los invitados.
Hubo un tiempo en el que los hombres tristes de carcajadas vacías fueron hombres. Antes de que el corazón se les entumeciera bajo una capa de escarcha, las estrellas que coronaban los árboles navideños guiaban a tres magos del lejano Oriente hasta el lugar en el que había nacido el Hijo de Dios. Los villancicos inundaban las calles de música esperanzada y las postales lanzaban no sólo de felicitaciones corteses sino de buenos deseos de corazón.
Sin embargo, los hombres grises renunciaron a los demás para alcanzar sus propias y egoístas ambiciones, y se fueron marchitando lentamente. Sus ojos se apagaron. Su sonrisa se congeló en una mueca de escarcha. La celebración de la Navidad quedó reducida al ámbito familiar, hasta que un buen día comenzó a estar mal considerada. Su sentido se olvidó bajo un cúmulo de adornos, regalos, cenas y luces.
Las calles se difuminaban bajo los guiños de las luces que las decoraban.
Hasta el rincón más oscuro de la ciudad resplandecía aquella noche. De todas las puertas colgaban hermosas coronas. A través de las ventanas se vislumbraban abetos coronados de llamativas estrellas y flotaba en el ambiente un aura de magia y misterio que, me dije, no significaba nada.
¿Cuál era el sentido de aquella celebración? ¿Por qué se decoraban las calles? ¿Por qué se preparaban dulces? ¿Por qué se reunía la familia para cenar? ¿Por qué la gente se mostraba más afable? ¿Por qué telefoneaba la tía abuela Agustina, con la que el resto del año apenas teníamos contacto, para felicitarnos?...
Fue entonces, al comprobar la incoherencia de nuestra Navidad, cuando vislumbré por primera vez la verdad que enceraban las palabras del abuelo.
El espíritu había permanecido inalterable a lo largo de los años, pero habíamos olvidado su sentido: el nacimiento del Hijo de Dios. Esa era la causa que fundamentaba el poder de cambiar a los hombres para sacar lo mejor de ellos.
Yo tenía el deber de recordárselo al mundo.