VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Los ojos de Lucas

Verónica de Vicente-Retortillo, 17 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

Lucas amaba la luz, el cálido resplandor de una llama ondulante, la anaranjada luz del ocaso, el tembloroso reflejo de la luna sobre el mar, la suave claridad verdosa que se filtra a través de las hojas de los árboles. Sin embargo, los adultos lo consideraban un niño extraño: callado, introvertido y de mirada ausente. Solía vagar de un lado a otro mirando a su alrededor y deleitándose con lo que veía. A veces permanecía largo rato observando algo de particular belleza.

Conforme pasaba el tiempo, me empecé a preocupar. Su carácter reflexivo y solitario le inclinaba a aislarse cada día más, y cuando hablaba con él parecía ausente, como si la vida cotidiana y las personas de su entorno no le importasen. No daba muestras de necesitar compañía alguna, hasta que sucedió algo que cambió su vida para siempre.

Llevaba un tiempo quejándose de que no veía bien. Supuse que empezaba a tener miopía, muy común en mi familia, de modo que concerté una cita con el oftalmólogo. Nunca hubiera sospechado que esa consulta marcaría nuestras vidas para siempre.

***

Veinte años habían transcurrido desde aquel funesto día. Solo, en mi cuarto, sucumbí de nuevo al llanto. Me envolvía la oscuridad, la desesperación. Grité y me retorcí entre convulsiones hasta desfallecer, luchando por deshacerme de mis invisibles cadenas. Finalmente, un suave sopor de agotamiento me deslizó imperceptiblemente hacia un profundo sueño.

Me desperté más calmado y, ya sin fuerzas, enterré el rostro entre mis manos con un gemido, recordando el momento en el que nací a una vida drásticamente diferente de lo que nunca hubiera podido imaginar. ¿Por qué me ocurrió todo esto a mí? A mí, que parecía existir para la luz.

Mis padres clavaban una mirada preocupada en el médico, que no dejaba de consultar con aire grave unos papeles en los que figuraba mi nombre. El silencio reinante era un claro preludio de desgracias. Tras unos instantes, el médico miró a mis padres, aunque bajó los ojos de inmediato, falto de valor. Titubeó, indeciso, como si le faltaran palabras o como si lo último que deseara fuera comunicarnos la verdad. Cuando sus ojos tropezaron con los míos, percibí en ellos tanta lástima que a duras penas logré contener el llanto. Mi madre, alarmada por su expresión, le pidió a mi padre que la esperáramos en la salita de la entrada.

La espera se me hacía eterna. Me invadía un extraño desasosiego. Fui al lavabo. Mientras regresaba a la sala de espera, escuché la voz de mi madre, que llegaba hasta mí amortiguada por una puerta. Sin saber muy bien por qué, me acerqué a la puerta. Quizás lo hice porque percibí la desesperación que destilaba la voz de mi madre. Mi corazón bombeaba con inusitada violencia en mis oídos, y me tuve que esforzar en escuchar.

-¿No es posible hacer nada por él? -la voz de mi madre parecía haber perdido toda su energía.

-Intentaremos retardar el avance de la enfermedad, pero continuará perdiendo visión, progresivamente hasta que ya no pueda ver nada.

Mis pupilas se dilataron, como si quisiesen dejar salir mi pánico. Me quedé allí, petrificado, mientras las palabras del doctor sacudían mi cabeza. Miré a mi alrededor, achinando los medrosos ojos: colores distorsionados, figuras difusas, contornos indefinidos. La terrible realidad cayó de golpe sobre mis débiles hombros infantiles. Me estaba quedando ciego. Por aquel entonces tenía doce años recién cumplidos.

Nada volvió a ser como antes. El oído y el tacto se me fueron desarrollando progresivamente para suplir mi falta de vista. Este hecho me descubrió un mundo nuevo en el que me fui adentrando a mi pesar. Me acostumbré a desenvolverme en la oscuridad, pero a menudo necesitaba ayuda, y ésta no me faltó nunca. La enfermedad me acercó mucho a mi familia y amigos. La música también se convirtió pronto en una parte esencial de mi existencia.

***

Unos sonidos familiares me arrancaron bruscamente de mis recuerdos. Mi mujer acababa de entrar en la habitación. Se sentó a mi lado en silencio y alcé la mano para recorrer con mis dedos su rostro, pero no logré recordar el aspecto de su cara, ya no.

-Ven conmigo -me dijo-. Por fin he conseguido una cita con el doctor Puertas, para esta misma tarde.

El doctor Puertas estaba especializado en cirugía ocular. Esperanza se había guardado la sorpresa hasta el final, ilusionada. Siempre hacía honor a su nombre.

El doctor era amable. Me tumbé en el sillón de la sala de operaciones y aguardé, con el corazón en un puño.

***

Esperanza conoció a Lucas en el parque cuando eran niños. Aunque Lucas simplemente la toleraba, y con reservas, su amistad creció rápidamente. Esperanza aprendió a ver el mundo con la mirada de Lucas, y cuando éste comenzó a ver peor, ella permaneció a su lado, describiéndole lo que veía.

***

La operación se prolongó durante horas, pero, al finalizar, los médicos declararon que había sido un éxito. Me habían cubierto los ojos, pero me dijeron que en unos pocos días podría ver de nuevo. Una ola de alegría estremeció mi cuerpo hasta instalarse en mi corazón. Escuché un grito de alegría, y al momento siguiente noté que Esperanza me abrazaba con fuerza.

***

Cuando recibí la llamada de Lucas no podía dar crédito. Acudí a su casa. Nos esperaba con los párpados cerrados. Los empezó a abrir con una mezcla de ilusión y miedo. El salón estaba en penumbra para que no se quedara deslumbrado. Poco a poco, sus ojos comenzaron a recobrar viveza y a enfocarse.

Lo primero que miró fueron los ojos verdes de Esperanza, que habían sido su luz en la oscuridad.