XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Los Romero 

Luis Gutiérrez Rojas-González, 13 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Sucedió una noche de invierno. Eran las once y media y la familia Romero continuaba en el salón, salvo Rodrigo, que se había retirado a su habitación a leer. En dicho salón estaban el abuelo Martín, la pequeña Susana y, por último, David. Los padres de los niños habían muerto unos años atrás en un accidente de tráfico, aunque por entonces eran demasiado pequeños como para guardar recuerdo. Martín, el abuelo, había llegado a una edad en la que el cuerpo le dolía constantemente. Era viudo y había perdido también a su única hija, pero sus nietos, sobre todo Susana, le alegraban sus últimos días.

Mientras, una pareja de ladrones había preparado un golpe: Llevaban dos semanas planeando robar en la casa de los Romero, que eran ricos gracias a la fortuna que les había dejado el seguro de vida de sus padres. Los criminales, que se habían cerciorado de que no había cámaras ni alarmas de las que preocuparse, decidieron allanar la morada a medianoche. Entrarían por una de las ventanas del piso bajo. Además del dinero que pudiera haber en la residencia, tenían previsto llevarse las joyas.

Habían observado que la familia se acostaba hacia las diez de la noche, así que en aquel momento debían estar más que dormidos. Al darse cuenta de que por esta vez permanecían en vela, en vez de suspender el plan decidieron entrar de todos modos. Cuando aparecieron en el salón, uno de ellos le puso al abuelo una pistola en la cabeza. 

–Escucha bien, viejo… ¿Dónde guardáis la pasta y las joyas?

Martín intentó mantener la calma y señaló temblorosamente un tocador que había en la entrada. El criminal agrupó a los tres familiares en un rincón de la sala mientras el otro abría los cajones del mueble.

El abuelo buscaba alguna forma de salir ilesos e impedir el robo. Aquellas joyas eran el único legado que podía dejar a sus nietos, así que decidió protegerlas incluso poniendo en riesgo su vida. Entonces se percató de un movimiento en el descansillo superior de la escalera. ¡Era Rodrigo! Sabía que era un chico listo que llamaría a la policía, así que confió en él. Pero necesitaba entretener a los malhechores antes de que terminaran de saquearlos.

–Disculpen, señores, pero ¿podría tomar mis pastillas para el corazón? Están en la cocina –habló con calma–. Me estoy sofocando y me cuesta respirar. Será sólo un momento.

Los atracadores asintieron. 

Una vez en la cocina, Martín procuró tardar lo máximo posible, de tal modo que la policía tuviera tiempo para acercarse a la casa. Al volver al salón vio que ya habían cogido todas las joyas.

–No os saldréis con la vuestra; os pillarán y os meterán entre rejas –les dijo Martín, a sabiendas de que estaba jugando con fuego. Pero confiaba en Rodrigo.

–¿Qué has dicho, abuelucho? –le preguntó uno de los bandidos, tirándolo al suelo.

–Déjalo; no merece la pena. Y vámonos, rápido.