XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Luciérnaga
Mónica Perea, 17 años

              Colegio Zalima (Córdoba)  

Revoloteó alrededor de la farola, observando la bombilla con fascinación. Le gustaría poder brillar de la misma manera, incluso más intensamente. Sobrevoló el jardín, revisando con cuidado aquel lugar, sorprendida de que incluso el césped, que tenía focos entre la hierba, brillara más que ella.

Entristecida, pensó que no tenía derecho a ser una luciérnaga. ¿Cómo podía considerarse tal si su brillo era tan pálido? Miró con sus pequeños ojos al cielo y observó la luna: redonda, grande y brillante. Después de dudarlo, se decidió a volar hasta ella para descubrir el secreto de su blanca luz.

Batió las alas y ascendió hacia el cielo estrellado. No fue la mejor idea, pues de tanto mover las alas acabó exhausta. No estaba, ni mucho menos, cerca de la luna. Rendida, se dejó caer sobre el pasto.

Como acababan de apagar los focos, la luz centelleante de la luciérnaga parecía brillar con más intensidad. Pero su tristeza no le permitió darse cuenta de ello.

Con firmeza, volvió a alzar el vuelo para alcanzar la luna, pero sus alas no le respondieron y después de ascender unos metros, cayó nuevamente en la hierba. Pero esta vez a la frialdad del césped la sustituyó cierta calidez.

Miró confusa la superficie sobre la que estaba tumbada. Era la mano de una niña que la sostenía con cuidado y la miraba con unos ojos verdes llenos de asombro.

—¡Mamá, he encontrado una estrella! —exclamó—. Y brilla mucho... —susurró, observando a la luciérnaga.

Estaba estupefacta: ¡aquella niña la había confundido con una estrella!... ¡Una estrella! Sonriente, alzó el vuelo y danzó por el aire, al ritmo del canto de los grillos, dedicándole a la pequeña su luz hermosa y brillante. Acababa de darse cuenta de que no necesitaba ser la luz más reluciente de la noche; le bastaba con ser la luz para una sola persona.