III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Luz disparada

José Sánchez de León, 17 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

    El niño dormía, la cabecita rubia apoyada en el hombro de su hermana. De cuando en cuando, los faros de los vehículos que se cruzaban en la carretera iluminaban su rostro durante unos instantes. Cada vez que esto sucedía, el techo acolchado de la furgoneta, los asientos y sus respaldos se hacían visibles de manera intermitente.

    El niño despertó de pronto, y se quedó muy quieto contemplando los juegos de luz en el interior del vehículo. Al poco, comenzó a moverse muy despacio. Entre la oscuridad buscó el enganche de su cinturón y lo soltó con un chasquido sordo. El padre alzó la cabeza y escudriñó el coche dormido a través del retrovisor. Vio cómo el pequeño saltaba una fila de asientos para llegar hasta él, y cómo en el camino pisó sin querer el brazo de uno de sus hermanos, que gruñó algo y se revolvió en sueños. Fijó su atención en la carretera de nuevo mientras sentía un pequeño bulto apretujarse contra su brazo. Intentó borrar el gesto cansado de su expresión y esbozó una media sonrisa a la vez que el niño susurraba:

    -Hola, papi.

    El padre sujetó el volante con una mano mientras, con el otro brazo, acariciaba la cabecita con cariño.

    -Hola, hijo. Oye…, ¿por qué no duermes un poco?

    -Es que no tengo sueño, papá. ¿Puedo quedarme aquí, contigo, un ratito?

    -Claro.

    Devolvió la mano libre al volante y el pequeño quedó agarrado al enorme brazo. Durante unos segundos ninguno dijo nada. Luego el chiquillo rompió el silencio en otro susurro:

    -¿Podemos volar un rato ahora?

    -¿Ahora? Hijo, creo que ahora no vamos a poder.

    -¿Por...? El otro día lo dijistes, dijistes que nuestra furgoneta podía.

    -Sí, es cierto, pero…

    El padre dejó la frase en el aire e intentó buscar una respuesta convincente, pero tardó demasiado. El chico insistió con impaciencia:

    -¿Pero qué?

    -Pues que aquí…, hay demasiados árboles. ¿No los ves, a los lados de la carretera?

    -¿Y...?

    -Pues que no podemos desplegar las alas con tanto árbol… Se darían contra los troncos y se romperían.

    -¿Pero son tan largas las alas, papá?

    -Sí, hijo, muy largas. Se romperían.

    -Ah...

    El padre le miró de reojo.

    -Tú no quieres que se nos rompan, ¿verdad?

    -No, no. Es verdad. Mejor volamos otro día.

    El niño dejó caer la cabeza y miró al suelo, un poco desilusionado. El padre lo notó.

    -Bueno, si quieres podemos… Pero no creo que te guste.

    -¿El qué? -preguntó el chico volviéndose, pues ya se iba a su sitio.

    -No importa. Mejor, vete a dormir.

    -No, no. Dímelo, porfa…

    -Bueno… Si quieres, podemos disparar luz.

    -¿Luz? –se preguntó, sorprendido.

    -No me lo puedo creer... ¿Nunca has disparado luz?

    -No. ¿Cómo se hace?

    -Mira, ven. Pasa por aquí… Así. Ten cuidado con mamá, que está dormida.

    El niño pasó por encima de la palanca de cambios y se acomodó en su regazo, entre él y el volante. El padre sujetó los mandos con más fuerza.

    -Ya estoy, papi.

    -Vale. Ahora tienes que tener cuidado, porque esto puede ser peligroso. No toques nada sin que yo te lo diga, ¿vale? ¿Estás preparado?

    -Sí, estoy preparado. Estoy preparado –repitió, como para convencerse a sí mismo.

    -De acuerdo, soldado –simuló una voz gruesa y autoritaria; al chaval le llevó unos segundos entender que todo formaba parte del juego–. ¡Quite el seguro de los cañones de rayos de luz! (ésa rueda de ahí)… –la manita giró con cierto esfuerzo el botón de la calefacción, de siete a cero–…los ventiladores están refrigerando los compartimentos del depósito de rayos de luz. (¿Ves que sale aire frío?)

    -¡Sí, sí, papi, es verdad!

    -¿Cómo que papi, soldado? Querrá usted decir <<mi General>>.

    -Es verdad, mi General –repitió el chiquillo, riendo.

    -Shhh… ¡Vas a despertar a mamá!

    -Perdón… –bajó la cabeza.

    -¡Soldado!

    -¡A la orden, mi general!

    -¡Active el panel de control!

    -¡Sí, señor!

    Ayudado por el General, el chico apretó un botón, y símbolos, contadores y manecillas surgieron de la nada, brillando en azul verdoso. El padre pisó un poco el acelerador para que el soldado sintiera la sensación de velocidad.

    -¡Uaaa...!

    -¡Compruebe si nos quedan rayos en el depósito!

    -Sí, hay.

    -No, no. Tienes que decir <<comprobado>>.

    -Ah.

    -Compruebe que los cañones están listos y preparados.

    -¡Comprobado!

    -Rampas y escotillas.

    -¡Comprobadas!

    -Ventilación.

    -¡Comprobada! ¡Señor, sí señor!

    El general rió la ocurrencia de su soldado.

    - ¿Quién te ha enseñado eso?

    -Pues no sé… Lo habré visto en la tele.

    -Demasiada tele ves tú. Pero bueno, nosotros, a lo nuestro. Tenemos una misión que cumplir.

    -Eso.

    -¿Todo, listo, soldado?

    -¡Todo listo, mi General!

    -Entonces, sólo hay que esperar a que aparezca un enemigo.

    -¿Quiénes son los enemigos?

    -El resto de los coches, claro.

    El General atisbó el horizonte a través del periscopio.

    -¡Mira por el retrovisor! ¡Ahí viene uno! ¡Prepárense para entrar en combate…! –el chiquillo se removió en el regazo–. ¡Cierre de escotillas de proa! –el padre redujo la marcha para que el coche que les estaba alcanzando les pasara más fácilmente–. reduzcan a 1000 pies, 900, 800, 700… –el general daba vueltas al sintonizador de radio– ¡650! ¡Listos! El enemigo se acerca… ya está aquí… –el niño temblaba de emoción–. Ahora... ¡Fuego!

    Cuando el automóvil les adelantó por la izquierda, el padre cogió la manita del soldado, la puso encima de la palanca de cambio de luces, y presionó hacia abajo y hacia arriba, intercalando las dos, largas y cortas. A través de la niebla que envolvía a los dos coches se proyectaron dos rayos de luz que iluminaron intermitentemente al otro según se alejaba, sorprendiendo a sus ocupantes. El padre reía mientras el hijo simulaba ruido de cañones.

    -¿Pero qué está pasando aquí? –tanta risa había despertado a la madre–. ¡Carlos, por favor, saca a ese niño de ahí!

    -Que no, mamá, que no soy un niño... ¡Soy un soldado!

    -¡Qué soldado ni qué narices! ¡Ahora mismo te quiero ver en tu asiento y con el cinturón puesto!

    El pequeño se despegó del General, enfurruñado y, antes de volver a saltar la fila de asientos, se volvió a su padre que, en un descuido de la mujer, le lanzó una sonrisa furtiva acompañada de un rápido guiño. Intentó devolvérselo, pero aún no había aprendido a guiñar. Al intentar cerrar un solo ojo se le cerraba el otro también. Finalmente volvió a su asiento y enganchó el cinturón de nuevo. El coche dormido escuchó cómo la madre refunfuñaba:

    -Si es que a veces eres un crío más…

    -Perdona, mujer…

    -Estás loco… ¿Y si por la tontería tenemos un accidente?

    -Era sólo para que el chico se divirtiera un rato.

    -Que se divierta como pueda, pero tú no hagas más el idiota, a ver si nos vas a matar a todos.

    Ella se revolvió en el asiento, situándose de cara al exterior del vehículo. Sus manos, antes crispadas, se relajaban poco a poco, y las arrugas de su ceño fueron suavizándose mientras se alejaba en sueños, hasta desaparecer por completo. El General había fijado su vista en la carretera e intentaba concentrarse. Al poco rato, su esposa dormía ya. Ajustó el retrovisor para ver bien a su hijo, que dormía también, la cabecita rubia temblequeando contra la ventana. La sonrisa que asomó a sus labios se deshizo en una mueca indefinida al posar su vista en la espalda de su mujer. En la próxima estación de servicio pararía a tomar un café bien cargado. Aún quedaba mucho viaje por delante.