III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

María y su abuela

Alicia Martínez Gallardo, 15 años

                   Colegio Sierrablanca (Málaga)  

       María abrió los ojos lentamente. No sabía dónde estaba, no reconocía nada. Apenas percibía los sonidos de su alrededor. Se encontraba en una habitación no muy luminosa. Las paredes azules eran algo tristes. Miró por el rabillo del ojo a ambos lados, ya que su cuerpo no le dejaba mover la cabeza y reconoció a alguien sentado a los pies de la cama: era su madre. Lloraba desconsoladamente. A su lado, en un sofá, se encontraba su padre. Quiso preguntarle qué pasaba, por qué lloraba también, puesto que nunca les había visto tan tristes. Sin poder remediarlo, María volvió a cerrar los ojos.

       Otra vez se hizo el silencio, otra vez la oscuridad. Su mente en blanco, ni un pensamiento. De repente escuchó voces a su alrededor, zumbidos punzantes en aquella mente vacía. Además, apenas los comprendía. Creyó distinguir una voz masculina que pronunciaba palabras que ella no había escuchado nunca. Dijo algo de un sueño profundo, pero María no lo comprendió. Al momento, volvió a escuchar a su madre, que lloraba más fuerte aún, y a su padre, que repetía una y otra vez: “Tranquilízate. Todo saldrá bien”.

       María volvió a abrir los ojos. Una luz muy molesta le deslumbraba. Durante unos minutos se sintió incómoda. Volvió a abrirlos, y esta vez sí que distinguió las cosas. A su lado, se encontró a tres personas: su madre con los ojos arrasados, su padre con una cara rebosante de felicidad y a un señor que vestía una bata blanca.

       -¿Por qué estás triste, mamá? –consiguió pronunciar unas palabras.

       Ésta, intentando que no le temblase la voz, le contestó:

       -Hijita, lloro de felicidad por que ya estás bien –le sujetó fuertemente la mano.

       Su padre se acercó y le dio un beso en la frente. Seguidamente, el señor de la bata blanca comenzó a hablar:

       -María, yo me llamo Rafael y quiero ser tu amigo.

       -¿Por qué lleva esa bata blanca? –preguntó María, siempre tan curiosa.

       -Por que soy médico –contestó.

       -Pero… -insistió María– no puede ser médico y amigo mío a la vez.

       -¡Es verdad! Se me había olvidado. Entonces, ¿qué quieres que sea?

       -Yo prefiero que sea amigo mío.

       -Muy bien, María. Seré tu amigo. Ahora quiero que me escuches con mucha atención. María, estás malita, muy malita. Has pasado dos meses enteros en coma.

       -¿Qué es la coma? –inquirió.

       -El coma es como un sueño muy largo del que pocas personas se despiertan. Y tú, María, te has despertado. Me gustaría que me siguieras demostrando lo campeona que eres. Mira, esa señorita que ves ahí –señaló a una enfermera– se llama Alicia y te va ha llevar a una fiesta de pijamas.

       -Um… -María se lo pensó antes de contestar-. De acuerdo, vayamos a la fiesta.

       Cuando la niña se fue de la habitación, el médico se dirigió a sus padres:

       -María es muy fuerte. Estoy impresionado con ella. Es increíble que con cinco años haya superado dos meses en coma.

       -Pero, díganos –habló el padre, al ver que su mujer no estaba en condiciones de intervenir-. ¿Cuánto le queda?

       -Sinceramente, no lo sé. No les puedo dar muchas esperanzas. Vamos ha hacer todo lo que esté en nuestras manos.

       Se despidió y salió de la habitación.

       Tras dos horas de espera, volvió María y contó a sus padres las pruebas que le habían hecho. Que si le habían metido en una casa gigante donde le habían sacado fotos a sus huesos, etc.

       Su madre se acercó a ella:

       -María, no sé si has entendido lo que te ha dicho el doctor. Estás malita. Puede que alguno de estos días vuelvas a dormirte durante mucho tiempo y luego te vuelvas a despertar, o …

       -¿O qué, mami? –preguntó la niña.

       -O que vuelvas a ver a la abuelita –contestó su madre con la voz entrecortada.

       -¿De verdad? Yo quiero verla mamá.

       -Yo también, pero debes saber que si la ves a ella ya no estarás con papá y a mamá nunca más.

       -Eso no es verdad, mamá. La abuelita me pidió que te dijera que voy a dar un paseo con ella y que luego me lleva a casa.

       -Está bien –su madre intentó cambiar de conversación y le dio un beso.

       Tiempo después, María volvió a entrar en coma, pero como su abuela le había prometido, volvió con sus padres. Antes de despedirse, le dijo:

       -Morirás cuando seas tan vieja cómo yo. ¿Entendido, mi niña?