XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Marie Nutte 

Juan Álvaro Figueroa, 15 años

Colegio Campogrande (Hermosillo, México)

El primero de noviembre, en la fecha de su cuarenta y tres cumpleaños, llegó a la residencia de los Nutte una carta. Marie tomó sus muletas y fue a por aquel sobre cuyo contenido iba a llenarla de inquiertud:

Mi querida Marie,

No quiero decirte quién soy. En todo caso, siento la necesidad –por razones que prefiero no sepas por el momento– de advertirte que en menos de veinticuatro horas vas a dejar el mundo que conoces. No, no se trata de una amenaza de secuestro ni de nada parecido. Te seré franco: está a punto de llegar el momento de tu muerte. 

Te sonará extraño, pero tu muerte es el precio a lo que te hice. Me refiero a lo de la pierna, la razón por la cual cargas con esas muletas.

No le cuentes a nadie lo que estás leyendo y quema esta misiva inmediatamente. 

Si tienes alguna duda, llámame al siguiente número desde un teléfono público: 666−837−83...

Atentamente, 

Un viejo amigo

Marie colocó aquella extraña carta sobre la llama de una vela, no sin antes anotar en una servilleta sucia el número de teléfono, que tenía una mancha sobre las últimas dos cifras que impedía identificarlas. Aunque tenía mucho que reflexionar, creyó que se trataba de la broma de un niño y cayó en un sueño profundo.

A primera hora del día siguiente, volvió a pensar en la carta. No era una mujer supersticiosa, así que no creía que nadie pudiera conocer el futuro. Lo de su muerte le parecía un sinsentido, pero se vio incitada a buscar más, pues si por alguna remota razón lo que decía aquel viejo amigo fuese cierto, le quedaba poco tiempo de vida.

<<¿Cómo podría enterarme de quién es el autor de la carta?>>,  se preguntó.

Recordó el número telefónico incompleto que había anotado en la servilleta de papel. Se dirigió a la cocina, agarró la servilleta, tomó las llaves y partió en busca de una cabina pública.

Cada llamada costaba un cuarto de euro, así que se iba a gastar, como máximo, un total de veinticinco euros a cambio de cien llamadas, las necesarias para conocer aquella terminación. Cuando llegó al número 66, sucedió algo extraño: como había ocurrido en cada uno de los intentos anteriores, una grabadora le dijo que aquel número no estaba registrado, pero antes de que Marie colgara para marcar de nuevo –esta vez con la siguiente terminación: 67–, un ruido chirriante salió del auricular.

–Hola, Marie Nutte –le saludó un hombre con un tono grave–. ¿Cómo estás?

Marie quedó pasmada. Le costaba creer que quien estaba tras el número al que acababa de llamar supiese su nombre.

–¿Hola? –preguntó Marie–. ¿Estoy hablando con quien me ha enviado esa estúpida carta? ¿Acaso voy a morir en el día de hoy? ¿Por qué firmas como un viejo amigo?...

La voz le indicó que, en efecto, era él el autor de la misiva y que iba a morir en pocas horas.

–Has dicho que me conocías… ¿Podrías decirme dónde nos hemos visto?

–¿Recuerdas un tres de noviembre, dos años atrás? –le cuestionó la voz–. ¿Recuerdas a un tipo que iba manejando un auto frente a tu casa? No me digas que no te resulta familiar…

–¡Fuiste tú el maldito conductor que me atropelló y huyó de la escena!… Hiciste que me amputaran la pierna –Marie se puso furiosa.

–Estás en lo correcto… y a la vez te equivocas. Yo no soy ese hombre; ni siquiera soy una persona. Actué a través de aquel tipo para cumplir mi trabajo: debía llevarte al otro mundo aquel dos de noviembre, pero algo salió mal; eres la primera con la que no he podido realizar mi deber. Y lo aplaudo –le expresó La Muerte–. Te he regalado dos años más de vida, pero ahora debo ejecutar la sentencia.

Diez minutos después las sirenas de las ambulancias y los coches patrulla llenaron la calle donde se encontraba el teléfono público. Marie Nutte estaba muerta. Los forenses no pudieron explicar cómo había fallecido, pues no había rastro de enfermedad, accidente o crimen en el exterior ni en el interior de su cuerpo.