XV Edición
Curso 2018 - 2019
Mariposas de papel
Lucía Senciales, 15 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
Érase una vez (pues esta historia es un cuento) un joven cuyo nombre ya se ha perdido entre los dedos codiciosos del tiempo, que vivía en una ciudad gris, a pesar de los letreros luminosos que la adornaban. Estaba pintada por el color del aburrimiento, la decepción y la rutina. Y grises eran las vidas de sus habitantes, que habían decidido olvidar las diferencias que cada uno de ellos había traído al nacer, salvo la del muchacho del que habla este relato, pues creía que las cosas podían ser diferentes. De hecho, la ciudad se iluminaba con cada una de sus sonrisas.
Era periodista, pero trabajar en una redacción llena de ideas grises no perturbaba su creatividad. Aunque adoraba escribir poemas y dibujar, su labor consistía en redactar artículos sobre los accidentes que ocurrían en la ciudad. Pero cada cierto tiempo dejaba sobre la mesa del director del periódico uno de sus poemas, con la esperanza de que algún día lo publicara en una sección dedicada a la cultura. Sin embargo, aquel hombre lo despreciaba. Un día, lo llamó a su despacho y le dijo:
—Mira, chico, tus poemas deberían hablar de asuntos que sean del gusto de los lectores: dinero, poder, fiestas… Deberían hablar sobre el deseo idealizado del público.
—Señor —le replicó el joven—, ¿acaso no son buenas las innovaciones? Estoy seguro de que los tópicos que acaba de mencionar atraen a los lectores, pero si nuestra poesía trata siempre de lo mismo, un día pasarán la página y la sección de cultura habrá perdido su razón de ser.
—¿Innovaciones?... No sé… No me auguran nada bueno —. Tosió, incómodo—. Me temo que tú y yo no nos entendemos —concluyó antes de hacer añicos los versos de su empleado.
A la vuelta del trabajo, el rojo de la ira quemaba el alma del muchacho, pero se fue diluyendo en el azul oscuro de la tristeza. Debido a lo ocurrido, y con más fuerza que nunca, le venía a la mente la imagen de su madre. ¡Cuánto echaba de menos su presencia! Durante los primeros años de su vida vivieron en el campo, pero su padre murió y ella se lo llevó a la ciudad, pues necesitaba encontrar un trabajo. Él estaba la mayor parte del día en el colegio y su madre trabajaba desde muy temprano hasta muy tarde, y llegaba muy cansada. Pero una vez en casa vencía su fatiga y le regalaba un rato a su hijo, fabricándole pequeñas mariposas de papel con las que él jugaba durante horas. Por desgracia, aquel ritmo desenfrenado de vida acabó por comérsela: enfermó y murió. Y él guardó las mariposas como un secreto que nunca contó a nadie.
De vuelta al presente, el mismo chico, pero con veinticuatro años, se frotó los ojos y cruzó su buhardilla alquilada hasta el dormitorio. De debajo de su cama rescató con cuidado tres cajas y abrió una de ellas, aunque todas escondían lo mismo: mariposas de papel, que habían estado esperando largo tiempo para ver la luz de nuevo. El joven cogió una de ellas, se sentó en su escritorio y tomó sus acuarelas. Sin pensarlo mucho, mojó el pincel en agua y en color, y pintó la mariposa de rojo vivo, con el recuerdo de sus poemas rotos volando por su mente. Pero cuando terminó vio con asombro cómo sus alas comenzaban a temblar levemente hasta que se despegaron del tapete… y la figura de papel comenzó a volar. Era increíblemente liberador, como si su madre le estuviera consolando por lo sucedido. Y así, todos los días antes de irse a dormir, tomaba el pincel y plasmaba un sentimiento en una de aquellas mariposas. Más tarde, también con ideas que aquella ciudad gris no le dejaba expresar, su buhardilla se llenó de colores. Porque los sentimientos son variados, pero las ideas son una explosión de vida. Un pequeño caos de palabras, de pensamientos, volando y siendo iluminados por el sol y la luna.
A pesar de todo, la duda gris empezó a llenar algunos espacios de su mente: ¿cómo liberar sus ideas en aquel mundo que nunca había saboreado la creatividad? No sabía que, aquella tarde, la respuesta llegaría con una llamada a su puerta. Al abrir, encontró en el umbral a una chica, la hija del casero, que venía a cobrar el alquiler. Algo ligero e impalpable flotaba siempre entre ellos dos, demasiado sutil para definir qué era.
Entonces, de forma totalmente inesperada, cuando él fue a por el dinero se oyó un ruido y las cajas que ocultaban a las mariposas reventaron. Todas las figuras de papel revolotearon hacia ella con aire curioso. Cuando él regresó, la encontró rodeada de sus ideas voladoras.
—¿Qué es esto? Me parece lo más hermoso que he visto jamás… —dijo ella riendo.
—Cierra los ojos —le pidió él, y así lo hizo ella—. Ahora piensa en lo que más amas del mundo, y alza una mano —ella sonrió, abrigada por un buen recuerdo. Entonces, una mariposa en blanco se posó en unos de sus dedos. Poco a poco, un suave rubor dorado la cubrió como la niebla de la mañana. Ella abrió los párpados y ambos se miraron largamente mientras el batir de alas componía una bella melodía.
—No sé cómo —susurró el joven— ni por qué, pero siento que todo esto fue hecho para que fueras la primera en verlo. Y sé también que sonaré estúpido, pero ningún color aquí pintado puede acercarse a lo que he sentido cuando reías.
Y cuando el último rayo de sol se deslizó entre los edificios, allá donde estaban los jóvenes aparecieron miles de mariposas, de las que cada ala contenía todos los colores y tonos que puedan existir. Y mientras las primeras estrellas salían con timidez tras el sol casi dormido, una ola de colores voló sobre la ciudad. Aquella noche, las mariposas de papel se posaron sobre los alféizares de las ventanas de los durmientes, poblándoles de sueños, palabra que no se conocía aún en la urbe. Revolotearon al lado de los transeúntes solitarios que buscaban compañía al lado del vino y tiñeron sus corazones, ácidos por el alcohol, con emociones. Y se inventaron la palabra creatividad y la palabra idea.
Todo aquello pudo llegar a los corazones incoloros de la gente gracias al único, el más simple y complejo de los sentimientos: el amor. El único sentimiento que consigue teñir de dorado el alma, el único capaz de escribir un poema en la piel de una persona con un abrazo.