V Edición
Curso 2008 - 2009
Memorias de un guerrillero
José Luis Prieto, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
El hombre que caminaba a mi derecha, volvió la cabeza y me preguntó:
-Y tú, ¿por qué estás aquí?
-¿Hace falta un motivo para estarlo? -inquirí de forma educada al desconocido, que esbozó una sonrisa.
Otro hombre, que se encontraba cerca, se acercó a nosotros.
-Pensadlo bien. Quizá el precio a pagar por el fracaso de esta empresa sea excesivo, si es que no tenéis un buen motivo, señor.
Me quedé pensativo... “¿Por qué estoy aquí?”.
Pasé la infancia en Madrid. Cuando llegué a la adolescencia, empecé a ocuparme, junto a mi hermano y a mi padre, del negocio familiar, una taberna a las afueras de la capital. Cuando tenía quince años murió mi padre, legándonos a mi hermano y a mí el negocio, ya que nuestra madre fallecido horas después de mi nacimiento.
Tras la invasión de Napoleón y la derrota del ejército español en la batalla de Ocaña, se organizó una guerrilla popular. Mi hermano se unió a un grupo que provocaba pequeñas molestias al ejército invasor.
Pero un día les tendieron una trampa: corrían rumores de que un convoy que se dirigía a Madrid llevaba una cantidad de dinero considerable. Los guerrilleros, entre los cuales se encontraba mi hermano, se ofrecieron para asaltarlo. No sabían que aquellos carros no transportaban oro sino unidades militares francesas, que les exterminaron a casi todos. Los sobrevivientes fueron encarcelados en Madrid y, más tarde, ajusticiados en público. Mi hermano se hallaba entre estos últimos.
Su muerte me hizo tanta mella que decidí honrar su memoria uniéndome a la resistencia. Depositaba en la bebida de los militares franceses un mortífero veneno que les causaba la muerte a las pocas horas. Pero una noche aciaga se produjo una discusión entre dos soldado. En un descuido, se originó una explosión que dejó el local reducido a cenizas. Tras este suceso, no tuve adónde ir, y me uní a un grupo de guerrilleros que partían hacia unas escarpadas montañas en un paso muy transitados de la ruta que unía Madrid con Burgos.
Salí de la capital con quince personas más, haciéndome ilusiones de que a mi regreso a Madrid me recibirían como a un héroe.
-No tengo nada que perder -contesté con seguridad-. Por cierto, ¿cuál es el plan previsto?
-Lo único que sé es que esta noche nos uniremos a otro grupo de guerrilleros. Su jefe nos dará las instrucciones para el asalto de un convoy que pasará mañana por esta ruta.
Al escucharle, me quedé helado.
-¿Mañana? ¿Tan pronto?
Pero el desconocido ya se alejaba. En mi otro compañero observé una sombría expresión.
Al aparecer nuestro objetivo a lo lejos, contuve una sensación de triunfo, a pesar de que el líder nos había advertido que fuésemos precavidos. La compañía constaba de tan solo un carro tirado por caballos y custodiado por militares armados con bayonetas. En total, eran once; cinco formaban la vanguardia y otros tres componían la retaguardia. De los tres restantes, uno conducía el carro y los otros dos estaban apostados a cada lado del carruaje.
Nuestro jefe salió de su escondite y abatió con su daga a los tres soldados de la retaguardia para subir al carro por detrás. Todos, desde nuestros respectivos escondrijos, contuvimos durante unos segundos la respiración, hasta que vimos caer al suelo el cuerpo del conductor. Entonces, nuestro líder espoleó a los caballos, quienes abatieron al soldado que se encontraba delante del carro, y sembraron el terror y el desorden entre los seis militares que aún quedaban con vida.
Al fin abandonamos el escondrijo, armados con objetos afilados y pedruscos. El combate apenas duró unos segundos más, pues éramos superiores en número. No hubo heridos entre los nuestros. Cogimos las provisiones que había en el carro y las transportamos a nuestro campamento. Esa noche, durante un festín, se desató la euforia. Repetimos hasta el amanecer que “el honor de un patriota español no está en venta”.
Fue una victoria fácil en comparación con las que se sucedieron tiempo después. Pero eso pertenece a otra historia.