XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Memorias de Woody 

Inés Arasa, 15 años 

          Colegio Canigó  

He perdido la memoria del tiempo que llevo en el parque. El suficiente para haber sufrido muchos inviernos, para que me hayan repintado unas cuantas veces, para que la madera se me haya abierto aquí y allá… El árbol que en primavera, verano y parte del otoño me da sombra por las tardes, ha crecido hasta convertirse en un tilo talludito. Han cambiado los columpios del arenero, y han puesto un cartel en el que aparecen las especies de aves que vuelan por la ciudad y, para mi sorpresa, algo que nunca pensé que ocurriría: han cambiado aquellas farolas tan horribles del paseo.

Cada día pasan delante de mí cientos de personas a las que imagino protagonistas de incontables aventuras, dramas, romances… que adivino en su forma de andar, en su gesto. Incluso llego a escuchar girones de alguna conversación.

Por ejemplo, he sufrido con una chica que acortaba por el parque para no llegar tarde al trabajo. Compartí lágrimas con un muchacho que se sentó sobre mí para romper a llorar a cuenta del cáncer que le habían diagnosticado a su abuelo. Y festejé con toda la ciudad el cambio de siglo. Y me emociono con la llegada de cada Navidad cuando un grupo de niños cantan villancicos alrededor de un ciprés. Tengo que reconocer mi envidia ante el amor de las parejas que pasean de la mano y al escuchar algunas proposiciones de matrimonio. Y me divierte recordar que protejo a los niños cuando juegan a guerras de nieve. Me considero un banco muy afortunado al prestar mis tablas como cama para los más pobres o como asiento para los que están cansados. Y me satisface que la gente cuente conmigo para dejar las bolsas de la compra, para descansar de camino a casa y para ser punto de encuentro de muchos jóvenes cuando quieren reunirse.

Todas y cada una de estas pequeñas historias han dejado una profunda marca en mi madera, pero hay una, sin lugar a dudas, que es especial, pues me dio un nombre.

Se acercaba el otoño cuando una tarde, después de un día de lluvia, una niña de ocho años que por las tardes acudía al parque de la mano de su abuelo, se me acercó cabizbaja. Era pelirroja y sus finos labios estaban fruncidos. En sus ojos se reflejaban un sinfín de preguntas que ningún adulto tiene la paciencia de contestar. Se sentó sobre mis tablas con sus pequeñas piernas colgando, y agarró con sus manos el borde de mi madera, como si tuviera miedo de que alguien se la llevase. Así se quedó un buen rato, mirando de vez en cuando a los lados, como si buscara a alguien. Al caer la noche, tal y como había venido, se fue. Aquella noche me dormí pensando, preocupado, qué le podría estar pasando a aquella pequeña.

Salió el sol y con él empezó una nueva jornada, en la que volví a encontrarme con el pelo rojizo de la niña, que se sentó en la misma posición que la tarde anterior. De este modo fueron pasando los días.

Un martes de marzo, después de llevar un rato sentada, se sacó una horquilla del pelo y, después de observarla durante unos segundos, empezó a grabar un nombre en mi madera: Woody. Una vez acabó, esbozó una sonrisa y recogiendo su mochila, se fue.

No fue hasta mayo que descubrí qué le pasaba. Llegó como siempre, hacia las cinco y media, y se sentó con las piernas entrecruzadas. Estaba anocheciendo ya cuando alguien se detuvo frente a ella.

—¿Isabel? —era una mujer de unos treinta años que frunció el entrecejo.

—Hola, profe —la saludó con voz tímida.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó acariciándole el pelo.

—Esperar —le contestó, como si eso lo explicara todo.

—¿Esperar a quién?

—Al abuelo.

—Oh… ¿Y hace cuánto que le esperas?

Isabel encogió los hombros.

—Desde que se fue.

—¿A dónde se ha ido? —volvió a preguntarle, tomando asiento.

-No lo sé. Mamá me dijo que se había ido arriba, pero cuando subí a su casa no lo encontré. Ahora viven allí unas personas muy raras. Yo les digo que es la casa de mi abuelo, pero no me hacen caso. Supongo que el abuelo habrá encontrado otra casa más cerca del parque, porque me dijo que le encantaría pasar todo el día pintando los árboles desde un balcón —señaló a un árbol al otro lado del camino—. Le gustaba mucho ese pino. Me aseguró que algún día se sentaría en este banco a pintarlo. Por eso le espero aquí. Así, el día que venga nos encontraremos —. La niña acarició mi madera —. Mientras tanto, Woody me hace compañía.

Me sonreí, contento de poderla ayudar.

—¿Y tu madre no está preocupada?

—Mamá es médico y trabaja hasta las nueve, que es cuando vuelvo a casa.

Isabel miró a su profesora con sorpresa, confundida al verla llorar. De hecho, una lágrima de aquella mujer cayó sobre mí, que empezaba a entenderlo todo.

La profesora se levantó y extendió la mano.

—Vamos, Isabel. Es hora de que vuelvas a casa.

Al cabo de unas semanas sin aparecer, Isabel volvió acompañada por su madre. En cuanto se sentaron, la niña abrió un cuaderno y una caja de lápices, y se puso a pintar.

La madre sonrió.

—¡Qué bonito! Al abuelo le habría encantado… ¿Nos vamos?

La pequeña asintió, pero antes de levantarse cogió el color rojo y dibujó un corazón al lado de mi nombre. Después se alejaron hacia la salida del parque, Isabel dando saltitos junto a su madre.

Soy un banco muy afortunado, que espera continuar en este rincón muchos años más, para poder llorar, reír, sufrir y ayudar a todo el que lo necesite.