I Edición
Curso 2004 - 2005
Mendigo
Mónica Suárez, 15 años
Colegio Orvalle. Las Matas, (Madrid)
Mi Nombre es Pedro, o al menos así solía llamarme mamá. Yo tenía diez años cuando vivía con mi hermano pequeño, Manuel, Manolete para los amigos. Aunque, en realidad, no debería usar el verbo ‘vivir’, porque más bien sobrevivíamos.
Nuestro hogar, por llamarlo de algún modo, era un portal de una callejuela. Sólo íbamos allí para dormir, y como éramos muy madrugadores, los vecinos ni se daban cuenta de nuestra presencia.
He de decir que los que llegaban tarde por la noche, acostumbraban a dejarnos unas monedas mientras dormíamos. Cada día reafirmo con más certeza que esos vecinos eran ángeles del cielo.
Pero, por desgracia, nuestra vida no se limitaba al trato con los habitantes del edificio de nuestro portal. Manolete y yo nos levantábamos pronto e íbamos en busca de algún puesto de churros y chocolate caliente. Unas veces teníamos suerte y el vendedor nos regalaba el desayuno, y otras nos veíamos obligados a mendigar a las puertas de las cafeterías.
A lo largo del día, solíamos recorrer gran parte de la ciudad de Madrid en busca de corazones solidarios. No era mucho lo que ganábamos, como es de esperar, pero, al menos, nos daba para comer.
Mi hermano y yo íbamos solos, porque mamá nos había abandonado hacía dos años. Una mañana de otoño nos despertamos y ella no estaba. Yo salí a buscarla mientras Manuel esperaba en el portal. Ella no volvió nunca.
<<¿Por qué lo hiciste mamá? ¿Acaso no nos querías?>>, son preguntas que se forjaban a menudo en mi mente. En el fondo, seguía pensando que algún día iba a volver. Manolete creía que mamá estaba buscando a nuestro padre, al que nunca conocimos, y que pronto regresarían cargados de dulces y ropa, y seríamos una familia al completo; que viviríamos a las afueras de Madrid, en una casa de tejas de pizarra…
Algo de utilidad que nos enseñó mamá, fue a coger prendas de los contenedores de ropa usada. Mi hermano, que era ágil como un mono, adquirió gran habilidad para sacar vestimenta de estos contenedores. Luego, en la calle, recibía muchas más limosnas que yo, con su carita de crío inocente; bastantes transeúntes se detenían a escuchar lo que el chiquillo les quería pedir. Incluso, hoy sigo sorprendiéndome de que la bondad siga existiendo en el mundo.
Yo adoraba a mi hermano, y no por el hecho de que fuera un ‘mendigo de primera’, sino porque era lo único que tenía en la vida, y sabía que sin él yo no seguiría vivo.
Juntos conocimos a Inés. Era una niña con dinero, que solía pasearse por el parquecillo que estaba enfrente de la catedral de la Almudena. Era de mi edad, y me pareció el ser más bonito y magnánimo de la tierra. Cada vez que nos la encontrábamos, nos daba parte de su merienda y alguna moneda. Después nos hablaba y contaba sus cosas como si fuésemos sus mejores amigos. Entre los tres pensamos buscar un escondite en el parque de los paseos de la niña, y escogimos un arbusto feo, prácticamente seco, que seguramente pasaba desapercibido. Empezamos a vernos más a menudo, y siempre en aquel arbusto. Cuando Inés no se presentaba, nos encontrábamos, en su lugar, su almuerzo y un papel con letras escritas por ella. Ojalá me hubiesen enseñado a leer para averiguar lo que había escrito.
Pero como muchas de las cosas buenas que aparecieron en nuestra vida, Inés no tardó en desaparecer. Dejó de ir al escondite y pensamos que, o se había marchado de la ciudad, o ya no quería vernos. Pobre chiquilla, probablemente acabó harta de tener que darnos siempre cosas… ¡Cómo me duele pensar que pudo ser ésta la razón de su desaparición!
Muchas veces soñé con ella; no supe si porque fue mi gran amiga o tal vez mi gran amor, pero lo que nunca me atreví a poner en duda fue que tenía un corazón tan inmenso como la misma catedral.
***
Aquella noche hacía mucho frío. Manolete tosía y moqueaba constantemente; parecía estar muy enfermo, porque además sudaba de manera preocupante. El rara vez se ponía malo, y cuando lo hacía, en pocos días se recuperaba. Mas aquella vez su dolencia estaba durando demasiado. Sabía que estaba sufriendo como nunca, pero él lo afrontó como un guerrero. Recuerdo que me dijo:
-Venga Pedro, no estés triste que seguro que mañana mismo me pongo bueno –le dirigí una sonrisa forzada–. Mañana seguro que llego antes que tú para coger el desayuno, ¡ya lo verás!
Yo deseaba que aquello fuese verdad. No solía pedir cosas, pero en aquella ocasión tuve que rogar. Pensé en todos los dibujos celestiales que había visto una vez en una iglesia de nuestra calle; la gente se ponía de rodillas ante aquellas figuras y susurraba palabras. También hice yo lo mismo, desde mi portal: supliqué que mi hermano se curase.
-¡Pedro! ¡Despierta!
-¡Chist! Vas a despertar a los vecinos – le dije casi en un susurro.
-¿No notabas hace un rato como si alguien te quisiera abrazar?
-¡Qué dices! Solo siento frío… La fiebre te está afectando, Manolete.
- Que no, que a mí alguien me estaba como arropando… ¡Qué bien me siento Pedro!
-Venga, duerme ya que mañana ya sabes lo que nos espera.
***
Han pasado unos cuantos años, no muchos, y aún sigo sin saber cómo continué con mi vida. Tan solo pienso que visitarle cada tarde antes de volver al portal fue lo que me dio fuerzas para seguir viviendo. Ver su nombre grabado en piedra me sigue estremeciendo por dentro.
Ocho años de nada fue el tiempo que le fue concedido para conocer el mundo. Cuando me lamento por ello, me asalta la idea de que él estará en un lugar mejor, y vivirá como un rey, como un ángel, porque eso es lo que él era.
Nuestros vecinos pagaron una humilde lápida, y yo, con mis limosnas, las flores que le llevé día a día. ‘’Pide por mí, Manolete, pide por mí’’.
Su última noche debí escucharle. Aquello que me dijo de que alguien le abrazaba no era producto de su imaginación; él lo dijo con total convencimiento. Y afirmo esto porque, algunas noches, también yo siento la presencia de algo que me embriaga y calma mi pesadumbre. ¿Eres tú, hermanito...? Quién sabe, igual es pura fantasía, pero a veces parece tan real.