VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Mentiras

María Santaella, 16 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

-No te va a doler, mi vida.

Se cruzaron sus miradas al tiempo que el agua oxigenada le empapaba la herida de la rodilla. A las burbujas de la desinfección les acompañaron un grito ahogado y una sonrisa tranquilizadora. El escozor duró unos segundos y luego sólo quedó la boca del pequeño haciendo mohines y el sonido del beso de su madre en la frente.

El niño se levantó de la hierba, mirando con recelo al bordillo que le había hecho tropezar e interrumpir sus juegos.

-Sí que me dolió, mamá. Me dolió muchísimo. Pero ni he llorado, ¿has visto?... Ni siquiera un poquito.

Se apartó los rizos castaños de la frente, con un gesto torpe, prematuro. Su madre lo imaginó de adolescente, con esa sonrisa encantadora y volviendo locas a las muchachas con sus ojos verdes cada vez que se apartara el pelo de esa manera tan tierna. El niño echó a correr y el tropiezo, el bordillo y la cura no habían ocurrido nunca.

Su madre volvió al desorden del hogar, al aroma del asado, a la respiración pesada de su marido mientras le ayudaba a preparar el almuerzo. Se sentó en la encimera de la cocina de un salto y le contó el accidente de su hijo. De fondo sonaban los primeros compases de la sintonía que abría el telediario, las conversaciones del pequeño en el jardín con el amigo imaginario de turno. Siguieron charlando, cortaron el queso y separaron las hojas rizadas de la lechuga francesa, ignorando al presentador del informativo. Durante un rato, el resto del mundo no existía; sólo estaban ellos, una familia rodeada del caos habitual del fin de semana. En cierto momento, el presentador anunció la comparecencia de algún político. El joven matrimonio enmudeció. La mano mojada en zumo de limón de ella buscó la de él, salpicada de sal en los dedos.

Las palabras de aquel hombre -que habían escuchado otras muchas veces- les dieron frío, un frío que les subía por la espalda, trepándole hasta la nuca. Las horas muertas, por primera vez, le pesaron sobre los hombros: los días que había pasado recorriendo estudios de arquitectura, los despachos, las oficinas y hasta los bares, en donde tampoco le ofrecieron un empleo. El tiempo libre que había acabado por ser la más estrecha prisión. La impotencia que le cerraba la garganta, la inquietud que no le dejaba dormir por las noches.

Ella soltó la mano y observó el perdil de su esposo mientras continuaba el discurso, el mismo cuento de siempre, que sabían de memoria. Cuánto le dolía verle así de angustiado. Recordó los años de universidad, el brillo en sus ojos al estudiar una carrera que amaba, el entusiasmo con el que intentaba explicarle los diseños y las escalas, la felicidad explosiva que trajo a casa gracias al primer proyecto que le ofrecieron. El éxito llegaba a raudales, Les permitió comprar aquella casa con jardín, la cuna para el bebé que esperaban, el coche que siempre habían soñado. Pero, de un día para otro, se redujeron los encargos hasta que el teléfono dejó de sonar.

Dejó que su mujer le arropase entre sus brazos y hundió la cabeza en su hombro, perdiendo las manos entre sus cabellos largos y rubios, cobijándose en el amor que se tenían. El niño entró en ese momento en la casa, y se abrazó a la pierna de su padre, apoyando la frente en su muslo. Las promesas de aquellos a los que hacía tiempo había dejado de creer, le caían como plomo en la boca del estómago. Sólo quería trabajar y sentirse útil, ayudar a llevar dinero a casa. No le iban a tranquilizar con palabras, palabras y palabras que no decían nada.

“¿En qué me he equivocado, Dios mío? ¿Qué hemos hecho mal?”

Y seguía el político hablando en la televisión. A veces se preguntaba si los representantes del pueblo medían sus palabras, si se creían los mensajes que lanzaban a millones de ciudadanos heridos como él. Porque hay mentiras que no son suaves, ni dulces… Son sólo mentiras.