II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Mi abula

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Desde un gran sillón, tras el clásico escritorio, nos miraba con sus ojillos chiquitos y encogidos, don Alonso, el grave abogado de mi abuela.

    Diferentes estados de ánimo se reflejaban en los rostros de las seis personas que asistíamos a la reunión. El color negro predominaba en nuestras vestimentas.

    Mi abuelo estaba sentado cerca de una de las esquinas de la mesa. Miraba fijamente su corbata negra sobre la camisa blanca, inmaculada. A su lado, algo más retirada, se sentaba Sara, la esposa de mi tío, que lucía un sencillo vestido negro muy ajustado y llevaba en las manos un pañuelito. Muy pegado a ella estaba Miguel, mi tío, repanchingado en la silla, con un cigarrillo apagado en las manos. Por último, mi padre, serio como siempre. Yo me había sentado un poco retirado de él.

    -Bien, yo… – la voz de don Alonso sonaba débil–. Quiero decir... A mí me hubiera gustado hacer todo esto más rápido, pero ya sabéis, doña Eugenia era una persona muy original, y su testamento lo hizo a su gusto. Lo redactó poco antes de morir, incluso su firma está algo ilegible, pero llegué en el momento oportuno y pude dar fe de ella. El sacerdote que la atendió, don Antonio, me ayudó como testigo. Espero que no haya inconvenientes.

    Los presentes nos miramos, excepto mi abuelo, que continuaba centrado en su corbata de luto. Al fin, mi padre dijo:

    -Por supuesto, todos estamos conformes. Por favor, dé paso a la lectura del documento. Si no tiene otra cosa que añadir, claro está.

    - Eh... No, claro. Empecemos, entonces. Aquí está... Bien...

    Carraspeó para dar a su voz un tono más solemne.

     - Querido Jaime y mis niños: Pedro y Miguel, Juan y Sara.

    No estéis tristes. Nada hay más natural que marcharse cuando Dios juzga que ha llegado tu hora. De todos modos creo que, vaya donde vaya, os podré ver. Y quiero que continuéis vuestra vida como siempre.

     Posesiones tengo pocas. Hasta que papá muera –y eso os lo digo a vosotros, hijos, porque supongo que seréis los que os encargaréis de todo el jaleo–, hasta que papá muera, repito, todo será para él. ¡Qué caramba! Para algo se ha despertado a mi lado casi todas las mañanas de su vida. Y hemos pasado momentos bonitos, ¿verdad, Jaime? ¿Te acuerdas cuando nos quedamos dormidos en el museo del Prado? ¡Qué risa! Pues nada, cariño, tú sigue tan alegre como siempre, por favor.

    Cuando papá muera, mis niños, las cosas a partes iguales. Ni se os ocurra pelearos por las tres tonterías que os quedarán. Pedrito, no embrolles las cosas ni líes a tu hermano, ¿vale? Y, Miguel, tú ayuda también. Ya sé que odias todo el papeleo, pero no dejes solo a tu hermano con todo el trabajo. Por cierto, a ver si tienes ya un niño con Sara. Aunque sea desde arriba, me encantará conocer a mi nietecito. Pedro, si algún día vuelves a tocar la guitarra, la mía está en el armario del cuarto de invitados. Estará ya bastante desafinada, pero es muy buena.

     Juan, mi nietecito, para ti mis discos. Y si tu padre no quiere la guitarra, también para ti. En el cajón de mi mesilla de noche tengo un montón de partituras. Míralas, tengo algunas de flamenco que están bastante bien. De mis libros, los que quieras. Hay uno muy bonito… Da igual, ahora no me acuerdo del título. Ya los ves tú.

    Sara, no tengo hijas ni nietas, y tú has sido para mí ambas cosas. ¡Tan dulce siempre! Ya sabes que no me gustan mucho las joyas, pero las pocas que tengo, por supuesto, son para ti. ¡Ya te imagino lo guapa que vas a estar!

    Y ya me despido. Como he dicho antes, ¡ni una lagrimita! ¡Vamos! No os vayáis a estropear los ojos por mi culpa.

    Un beso para todos; no os preocupéis, espero que el Señor me guarde un hueco en su balcón para que os pueda ver. Un beso, Jaime.

    Eugenia

     30 - 4 – 2006

     P.D. Juan, que no se te olvide cambiarle el agua al pájaro y darle de comer. No vaya a ser que con el jaleo de última hora se nos muera también el canario. Muchos besitos.

    Dan fe del presente documento y de la validez de la anterior firma:

    D. Alonso López

    D. Antonio Gómez

     Los rostros de los asistentes apenas habían cambiado. Mi padre se levantó, más serio aún que antes.

     - Bien, creo que todo está bastante claro. Todo se ejecutará tal y como ha dicho mi madre. Si tiene algún problema, don Alonso, ya sabe mi teléfono.

     Con una leve inclinación de cabeza, se despidió y salió de la habitación. Mi tío le siguió, encendiendo nervioso un cigarrillo. Mi abuelo permaneció callado, en su silla, sin levantar la cabeza. Sara se acercó a él con delicadeza.

     -Jaime, ¿necesitas algo? ¿Quieres que te acompañe a casa?

     Mi abuelo la miró con ojos ausentes.

     - No. Gracias, Sarita. Me iré con Juan.

     - Bueno, entonces me voy. Échale una mano, Juan -me dijo en voz baja-. Don Alonso, muchas gracias.

     Le tendió la mano.

     - A ustedes. Sé que están pasando malos momentos. Doña Eugenia fue una mujer excepcional y supo hacerse querer. Si necesitan algo…

     - No se preocupe. Adiós.

     Y salió del despacho como los demás.

     Mi abuelo había vuelto a concentrarse en su corbata de luto.

     -Bueno, don Jaime, yo... Si quiere, les dejo un momento solos... Si necesita algo...

     Mi abuelo no levantaba cabeza.

     -Muchísimas gracias, Don Alonso -respondí por él–. Si no le importa, nos quedaremos un rato más, hasta que mi abuelo pueda levantarse. Comprenda, ha sido un gran golpe para él.

     -Por supuesto. ¿Café...? Si necesitan algo estoy en la habitación de al lado. Por cierto -dijo cuando abrió la puerta-, su abuela fue, además de cliente, una gran amiga. Si necesitáis cualquier ayuda, no dudéis en llamarme… En fin... Hasta luego.

     Quedé solo con mi abuelo. Sabía que el golpe le había afectado, y la enfermedad que sufría desde unos cuantos años no le ayudaría a superarlo. No sabía que hacer. Al contrario que con mi abuela, nunca tuve una gran confianza con él. Lo veía muy serio, me recordaba demasiado a mi padre. Me removí incómodo en la silla.

     De pronto, levantó la cabeza. Sonreía. Le miré extrañado.

     -¿Sabes, Juan? Voy a hacer caso a tu abuela. El tiempo que me queda voy a intentar divertirme. Tal vez me vaya de viaje… ¿Te apetece Grecia? Siempre he tenido ganas de visitarla.

    En junio terminas el instituto, ¿verdad? Pues en julio nos vamos. ¿Te parece?

     -Claro, abuelo.

     -Bien. Vámonos ya a casa.

     Nos levantamos.

     -¿No vamos a decirle a don Alonso que nos vamos?

    Me miró un momento y una sonrisa de niño travieso se le dibujó en los labios.

    -Cuando vea esto vacío, sabrá que nos hemos ido.

    Reímos los dos. Muy cerca uno de otro bromeábamos por la calle. Estaba seguro de que mi abuela, desde el Cielo, nos sonreía.