XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Mi alicantino

María Saldaña, 16 años

 Colegio La Vall (Barcelona) 

Apenas ha amanecido y ya está despierta mi querida Orihuela, y parece que nunca duerme, pues todo está igual que cuando la dejé: las ventanas encendidas, el río decorado de amarillos nenúfares que se deforman cuando el viento le silba al agua, la piedra del puente barnizada por la última lluvia, el sonido de los zapatos que con sus dueños se marchan al trabajo, la señora Manresa con su pequeña Josefina al otro lado del puente, vendiendo flores y mi mesa, soporte de historias y palabras bellísimas que a los ojos de los que pasan solo son papeles manchados y cubiertos por una tapa dura. Ignoran que son para ellos. Aun así, en mi mesa se los dejo, para que quien busque los encuentre aquí, sin darme nada a cambio, pues no soy capaz de poner un precio a los libros. Además, no busco compradores sino lectores.

Como cada mañana, a las cinco y media mi alicantino favorito cruza el puente con energía, sin mostrar cansancio a pesar de esas medias lunas violáceas que cuelgan de sus ojillos.

Cuando lo conocí, acababa de dejar la escuela para trabajar en las montañas con su padre. Cada mañana cruzaba el puente sin apartar la mirada de mis libros y despertó mi curiosidad. ¿Qué veía en ellos?

Un día le ofrecí uno.

—No tengo dinero —me dijo.

—No lo necesitas.

Desde entonces no pasa un día sin que me comente las maravillas de estos escritos, una semana sin que me pida un nuevo ejemplar. Yo escucho absorta a este niño cuya pasión se desborda, atrapando a todo aquel que lo escucha.

—¡Sra Anna! ¡Que bello escribe Góngora! ¡No quiero acabarme este libro!

—Cuando quieras podrás leerlo de nuevo, Miguelillo.

—Si fuera así, no leería otro.

Desde sus dieciséis lleva siempre poemarios y papeles escritos bajo el brazo. Me cuenta que las montañas despiertan al Quevedo que lleva dentro. Las flores también lo hacen. Mi Miguel se ha convertido en algo más que un lector: de sus dedos nacen versos y de sus ojos sueños.

Un día especial me devuelve el primer libro que le regalé y, antes de que pueda decir nada, se marcha. Entre sus páginas sobresale una cuartilla. La tomo y sonrío. Hacía mucho que esperaba este momento. Sin dejar de sonreír leo las más bellas líneas, que empiezan por «Pastoril» y acaba en <<Miguel Hernández>>.