V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Mi lugar

Laura González Medina, 14 años

                Puertoblanco (Algeciras)  

Me llamo Abú y tengo veintiún años. Nací en una aldea de Senegal, una aldea cualquiera en mitad de un paraje agreste de rocas y espinos. Allí no hay futuro, así que decidí partir en busca de una esperanza.

Me desperté en mitad del océano. La luz de la luna bañaba aquella noche de junio. Se reflejaba en el mar, desdibujándose con cada pequeña ola. En aquel silencio sepulcral podía sentir el débil palpitar de mi corazón, la agitada respiración de mis compañeros de barca y frío, mucho frío. Un frío que calaba hasta los huesos, un frío que sólo podría desaparecer con fuego. La embarcación nos arrullaba al ritmo de la marea, de los golpes de las olas contra la vieja madera.

Distinguí en el lejano horizonte una luz. Dos luces. Muchas luces pequeñas. En ese instante me di cuenta de que habíamos alcanzado nuestro destino, tan prometedor y tan cercano por fin. Con gran entusiasmo comencé a gritar, aguardando a que mis compañeros se desperatran. Pero sus ojos estaban llenos de temor ante lo desconocido.

Los destellos fueron haciéndose poco a poco más nítidos. Eran luces de esperanza que anunciaban una nueva vida.

Desembarcamos en una playa. Allí nos recibieron muchas personas con unas extrañas mascarillas en la boca y guantes blancos en las manos. Iban todas vestidas de rojo. ¿Serían los colores de la esperanza? Nos tendimos sobre la fría arena, a la espera de que alguien nos alcanzara comida, bebida y calor. Tiritábamos entre gritos, sollozos y palabras de ánimo. Me desvanecí.

Cuando volví en mí estaba en una habitación muy amplia, tumbado en una colchoneta, en el suelo, junto con otros de mis compañeros de embarcación. Faltaban la mitad de ellos. ¿Qué les habría pasado? No quise saberlo. Lo único que deseaba era marcharme a una ciudad y, tal y como nos habían contado, buscar un buen trabajo. Llegar a ser feliz.

Entraron unas mujeres en la habitación que nos dijeron, por medio de señas, que las acompañáramos. Nos llevaron a un gran comedor y nos sentaron ante distintas mesas. ¡Por fin comida y bebida! ¿Qué vendría después? Tras el almuerzo, no nos condujeron hasta la amplia sala de antes sino que nos dejaron en un piso superior con muchas habitaciones independientes, cada cual con dos camas. Estábamos exhaustos. Me acosté hasta quedarme profundamente dormido.

Así -comiendo, durmiendo y hablando unos con otros-, trascurrieron cinco días. No volví a ver a mis amigos desaparecidos. Con ellos había hablado de mis sueños en este nuevo mundo, de lo que iba a hace.

El sexto día nos recogieron unos hombres. Subimos con ellos aun autobús. ¡Por fin nos conducían a la ciudad! Estuve contemplando el paisaje durante el trayecto, un paisaje árido, parecido al de Senegal, el cielo azul y limpio. Nos detuvimos y se abrieron las puertas. Aquello no era la ciudad de mis sueños. Así no me la habían descrito. Entonces vi un avión. Me iban a obligar a volver a mi país.

Todos mis sueños se esfumaron en aquel momento, como polvo en el viento, y no pude evitar las lágrimas cuando el avión despegó y dejó atrás aquel paraíso.