V Edición
Curso 2008 - 2009
Mi madre
Daniel Mate, 16 años
Colegio Vizcaya (Bilbao)
Aquella mañana me desperté sobresaltado, sin razón aparente. La noche anterior mi madre me había dado las buenas noches en mi habitación, como siempre. Charlamos un rato, nos reímos y me despidió con un beso. Mi padre, como tenía por costumbre, aún no había llegado a casa cuando yo me dormí.
No esperé a que mi madre viniera a despertarme. Me levanté y me dirigí a la cocina con un pálpito. Mi madre estaba vestida, preparando el desayuno. Se sobresaltó al sentir mi presencia. Al mirarme, descubrí su rostro desencajado; se notaba que apenas había dormido y que había llorado. No hubo necesidad de que me explicara nada: sabía que algo que llevaba tiempo intuyendo iba a suceder; mis padres se separaban.
A mis casi trece años, el mundo se derrumbaba para mí. Esa mañana en el colegio, sólo pesé en lo sucedido y me sentía raro, diferente, angustiado al saber que mi vida ya no iba a ser igual. Pero mis sentimientos eran contradictorios: por un lado comprendía que el matrimonio de mis padres estuviera roto desde hacía tiempo, pero una parte de mí no lo quería ni lo admitía. Me sentía el ser más desgraciado del mundo, como si fuera ell único al que le pasaba algo así. ¡Era tan injusto!
Durante varios días fui incapaz de contar nada a mis compañeros de clase. No podía hablar de ese tema con nadie. A medida que iban pasando los días la tristeza dio paso a la rabia, una rabia que me carcomía por dentro y que no podía controlar en ocasiones. Echaba de menos vivir juntos, aunque la convivencia no fuera buena. Consideraba que era mejor que ver a mi padre sólo los fines de semana alternos en un horario establecido por un juez y viviendo junto a mi madre, que se encontraba triste y nerviosa. Cada uno a su manera, intentaron explicarme lo que sucedía y el por qué de aquella decisión. Pero yo no quería oír nada, solo despertar un día y que todo volviera a ser como antes.
En los meses posteriores, muchos sentimientos cambiaron en mí casi sin darme cuenta. Ahora mi padre me dedicaba más atención que nunca. Los fines de semana que estaba con él hacíamos cosas especiales, viajábamos, me daba cariño y todo tipo de explicaciones. Nunca me había sentido tan unido a él y no quería que esta nueva etapa acabase nunca. Me transmitía la sensación de que me necesitaba. Su situación era muy injusta, yéndose de “su casa” para volver a casa de sus padres. Mi madre se había quedado con todo: conmigo, con la vivienda…
A medida que se estrechaba el lazo con mi padre, me alejaba de mi madre. Ella me producía un sentimiento de rechazo que no controlaba y resultaba evidente, aunque yo tratara de negarlo. Ella se daba cuenta y sufría, sin comprender nada. Yo le decía que la quería mucho y era verdad, pero eso no evitaba que me irritara con ella, que no soportara su llanto, que la hiciera culpable, que pensara que podía haber seguido como estaba por lo menos hasta mi mayoría de edad. Le pedí que renunciara a mí, pues quería irme a vivir con mi padre. Ella se negaba. Trataba de recuperarme y de comprenderme sin conseguirlo. Quiso que la separación fuera de mutuo acuerdo, que se repartieran los bienes para tener cada uno su vivienda y que yo pudiera estar con los dos.
Un veintiuno de febrero me fui a vivir con mi padre. Una nimia discusión fue la excusa. Cogí mi equipaje y salí de casa. Mi madre no pudo hacer nada para impedirlo; no se puede retener a quien quiere escapar.
Durante bastantes días no quise hablar con ella y rechazaba continuamente sus llamadas y mensajes. Sin embargo, ella no dejaba de intentar ponerse en contacto conmigo. Lo hacía todos los días. Ante la imposibilidad, llamó al colegio para que me pasaran la llamada. No tuve más remedio que ponerme cuando me dieron el aviso desde recepción -mi negativa hubiera dado lugar a explicaciones que no deseaba dar-. Por fin, en Semana Santa estuve con ella en casa, hablamos y comencé un tímido acercamiento.
Ahora tengo casi diecisiete años, he crecido y madurado. Acepto mi nueva situación y la rabia ha dado paso a la comprensión. Durante este tiempo he conocido a mis padres en profundidad y sé que no son perfectos, pero ellos me quieren y yo les quiero. No se puede vivir como lo hacía mi madre: casada pero sola, en el más profundo desamor, que no te mata pero mina tu espíritu. He sido testigo de cómo tuvo que reinventar su vida, hacer nuevas amistades, buscar apoyos, dejar la casa en la que había construido un hogar para buscar otra donde los dos pudiéramos estar juntos… En definitiva, iniciar una nueva vida. Todos hechos sufrido, pero el dolor de mi madre al pensar que había perdido a su hijo le causaba una desesperación que sólo las madres son capaces de sentir.
Me pongo a recordar mi corta vida y pienso: ella siempre ha estado ahí, regalándome su amor desinteresado, cuidándome, acostándome todas los noches, quedándose junto a mi cama hasta que me dormía, jugando conmigo a los cochecitos, dibujando los logotipos de las marcas en la pizarra de mi habitación, enseñándome a andar en bicicleta, haciendo carreteras en la playa, bañándose conmigo en el mar, transmitiéndome su amor, su sensibilidad y unos sólidos principios morales que han quedado para siempre grabados en mi alma. Al fin, después de dar una gran vuelta me siento otra vez unido a ella, como siempre lo estuve. Hoy puedo decir, sin duda, que es mi mejor aliada, la mejor de las madres.