III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Mi pequeño unicornio

Isabel Rodríguez Alenza, 14 años

                 Escuela Pineda (Barcelona)  

    Aquella noche le volví a ver. Estaba esperándome bajo un roble. Me acerqué con cuidado.

    Era maravilloso: su cuerpo relucía intensamente bajo la débil luz de la luna. Me miraba con unos enormes ojos azules, sin parpadear. No podía bajar la mirada y, mientras se la sostenía, pude vislumbrar una estrella en sus ojos, una luz que brillaba para mi.

    Sentí su voz en mi cabeza. Me estaba preguntando por qué había llorado. Le hice ver lo sucedido. Él percibió cómo me dolía el corazón. Agitó la cabeza y se echó la crin hacia atrás. Del cuerno, que parecía de porcelana, salió una luz, como una chispa que desapareció en un instante.

    -No debiste haberte enfrentado a ellos –me dijo con dulzura-. No podrán entenderte, ni ahora ni nunca.

    Intenté explicarle que yo sólo les había hablado de cómo era él, que no hice nada malo.

    -Y ahora mamá está enfadada conmigo. Papá intenta creerme, pero no puede, y entonces me riñe. Pero eso no importa. Pensé que no te volvería a ver y aquí estás. Has oído mi grito.

    Él se sentó y me abrió un huequecito entre sus patas delanteras para que yo me acomodara. Me sentí en el Paraíso. Junto a él todo me parecía pequeño, sin importancia. Me acarició el pelo con su hocico. Su cálido aliento me embriagaba. Me sentía, por primera vez, protegida. Apoyé mi cabeza en una de sus patas y miré hacia arriba, al cielo, que sin su compañía podía dar miedo, pero allí en medio estaban sus ojos de azul electrizante que hacían que el firmamento se iluminase en mi cabeza. No movió la boca: pero en el corazón sentí que sonreía.

    -Mi pequeña niña, mi dulce chiquilla... No estaré aquí siempre. Crecerás y me olvidarás.

    -¡No digas eso! No te olvidaré, nunca. Te quiero mucho, mucho.

    Volví a sentir su sonrisa, pero esta vez con melancolía.

    -Yo sí que no te olvidaré. Estaré junto a ti siempre, viéndote crecer, sentir, amar, reír... Contemplando cada día de tu vida: alegrías y penas. No será un camino de rosas, te lo advierto, pero debes confiar en tu gente y en ti misma. Sé que puedes hacerlo, que no fallarás. Será un largo camino: pero al final...

    -¿Qué?¿Qué pasará al final?

    -Esa será tu sorpresa. Tendrás que llegar al final para averiguarlo. Pero no te volveré a ver mientras dure tu recorrido. Por eso quería despedirme. Duerme, te llevaré a casa.

    -Pero, ¿qué pasará luego? ¿Te veré al final? -me negaba a rendirme.

    El unicornio parpadeó y la estrella de sus ojos empezó a tintinear. Reía. Me rozó la mejilla con su hocico. Yo le acaricié y me puse seria. Quería una respuesta:

    -¿Te volveré a ver cuando llegue al final?

    -Sí. Y de allí a la eternidad...

    Hizo que la luz de su cuerno brillara una vez más y antes, o quizá fue después, de cerrar los ojos, la niña tuvo una visión. Era la de un unicornio, su unicornio, que se alejaba. Su crin era de fuego y llevaba una estrella en la punta del cuerno. La miraba mientras se alejaba y reía para infundirle ánimos, para darle fuerzas. Quiso gritar, pero el sueño la venció.

    Cuando despertó, se notó los ojos húmedos. Estaba en su cama, pero vestida. Lo recordó todo y, sollozando en voz baja para no molestar, corrió a asomarse a la ventana. Mirando al cielo descubrió dos puntos brillantes: las estrellas de unos ojos. Dos luceros en el negro cielo que le indicaban el camino y susurraban que él siempre estaría allí, cuidándola..., hasta la eternidad.