III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Mi príncipe inglés

María Estraviz, 15 años

                 Colegio Montespiño, La Coruña  

   El catorce de abril de 1986 fue el décimo cumpleaños de mi sobrino Pablo y celebró una fiesta a la que invitó a toda la familia y a bastantes niños de su clase y en la que estuve muy pendiente de mi hija Candela, que tenía casi cinco años, porque aun no se había recuperado del todo de una gripe.

   Observé que desde el principio de la fiesta no paro de mirar a un niño un poco tímido que permanecía sentado mientras que el resto corría y jugaba. Yo supongo que le llamó la atención su rostro inocente, pues hasta entonces sólo había visto a uno o a dos pequeños con ese problema.

   Después de confesarme que aquel niño le parecía muy guapo y que los demás eran tontos por no hacerle caso, se fue a merendar a su lado. Aquello me intrigó y la vigilé desde mi mesa.

   Candela era muy tímida. Por eso no me extraño que en vez de saludar a su nuevo amigo, hablar y jugar con él, se quedase a su lado en silencio, mirándole con descaro. Aún era muy pequeña para saber disimular.

   Cuando volví a echarles un vistazo, Candela le sonreía y empezaba a hablarle. Entonces preste más atención para escuchar lo que se decían. Él contestaba a sus preguntas con unos ruiditos que a mi hija no lograban asustarle, pues le sonreía aún más, ajena a su incapacidad para hablar. Al final le entregó el lazo que llevaba en el pelo, que yo sabía que era su favorito.

   Él niño supo apreciar su regalo. Acercándose a ella, le dio un beso que le dejo muy sorprendida.

   Me enterneció aquella escena y casi llego a las lágrimas cuando Candela se acercó para decirme que se acababa de casar con un niño alemán. Yo le pregunté porqué sabía que era alemán si el niño no le había dicho nada que ella pudiese entender. Entonces se justificó recordando que Babel, mi hija mayor, le había dicho que los alemanes tenían la cara distinta y una manera diferente de hablar. Ella nunca había visto a un niño con la cara más rara que aquel.

   Le dije que lo que pasaba era que aquel niñito tenía Síndrome de Down. Candela, inocente e ignorante, se sintió contentísima al conocer a alguien de una ciudad tan remota que parecía inglesa y que era mucho mejor que fuese inglés porque es el idioma que estudia en el colegio. Muy pronto podría hablar con él.

   Cuando nos fuimos de la fiesta, sintió tanta vergüenza de despedirse que solo le dio la mano.

   Al día siguiente, por la mañana, me contó que por la noche su príncipe inglés había ido a recogerla en un dragón con alas, con aquella sonrisa tan grande que tenía aquel pequeño. En sueños, la había llevado a su palacio.

   Hoy, veinte años después, mi hija ha dado a luz a un precioso niño, a otro “príncipe inglés”. Este hijo ha venido a cumplir parte de aquel sueño de su infancia, pues podrá permanecer el resto de su vida con él, como deseó hacer con aquel niño.