III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Mi tía Pepa

María Dolores Garrido, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

      Mi tía Pepa era, sin duda, una mujer singular. De facciones fuertes, resultaba corpulenta y con la cara regordeta. Vestía siempre de negro, con una falda por debajo de las rodillas y con un chaleco de cuello vuelto bastante remendado.

      Era una mujer solitaria. Vivía con la única compañía de un gato canela con la cara chata que le ronroneaba a cambio de un buen tazón de leche.

      Siempre la recordaré, pues aunque no fuera una mujer amable y mucho menos cariñosa, mi abuela me decía que debajo de un armazón de hierro se encuentran los corazones más tiernos.

      Y tuvo la oportunidad de demostrármelo. El día en que murió mi abuela nos visitó desde su pueblo. Como siempre, no había cambiado la ropa, pero me di cuenta que se había peinado de una forma bastante peculiar y se había pintado los labios de un marrón oscuro que desentonaba con sus ojos claros.

      Ese cambio repentino a la hora de peinarse, su rostro afligido y su salida del pueblo que prometió no abandonar ni para ir al hospital, me hicieron pensar que aquella mujer sólida como el acero también sentía.

      Aunque siempre tenía comentarios negativos para todos sus sobrinos, como: “¡ay que ver lo chiquito que eres!”, o “¡has engordado!”, o “¡qué flacucha te has quedado!”, aquel día no me afectaron. De hecho, la recibí con la mejor de mis sonrisas.

      Ella no entendió el motivo que me hacía sonreír y me regañó, como de costumbre, por mi comportamiento, pero yo por fin había comprendido a mi abuela.

      A partir de ese día, empecé a verla como la mujer que era, dura por fuera pero rellena de alguna sustancia amable por dentro.

      Desde luego, sus largos años en soledad la habían convertido en una persona apática, fría y calculadora, pero no se le podía culpar de ello.

      Dos semanas después del funeral de la abuela, con ocasión de una visita al médico, vino a vernos una señora del pueblo con la que, estaba segura, mi tía no conversaba nunca. Aún así, intenté sonsacarle información acerca del pasado de mi tía, y lo conseguí.

      Tras una larga charla acompañada de pastas y una taza de café, aquella persona que al principio parecía reacia ante mis preguntas, acabó haciendo referencia hasta del mínimo detalle sobre el pasado de mi tía.

      Al principio me costó creerla, ya que hablaba de una joven guapa y simpática, que se había enamorado del joven mozo Manolo, con el que pretendía casarse.

      Pero tras la partida de Manolo a la Guerra, se enfrió su carácter. Mi pobre tía no volvió a levantar cabeza, y definitivamente tuvo que colgar el traje y velo blanco que todas las mujeres sueñan ponerse algún día.

      En ese instante me sentí enfadada conmigo misma por no haber indagado antes sobre el pasado de mi tía, porque ninguna persona en el mundo debe sentirse sola , y menos en momentos donde una sonrisa o una simple caricia dicen más que las palabras.

      Por eso, a partir de ese entonces procuré visitarla, aunque a veces resultara costoso y pesado, ya que por mucho que me esfuerzo por hacerla sonreír, siempre intentaba evitarme.