II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Mi tío Antonio

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Era una persona poco corriente. Vestía siempre con pantalones piratas, para que se vieran los calcetines. “Si los escondo debajo del pantalón, ¿para qué tienen dibujos?”, me comentaba. En verano usaba camisetas pintadas por él; en invierno, esas mismas camisetas con un jersey. Sus calcetines eran famosos, uno de cada color, para diferenciar, según decía, el pie izquierdo del derecho. Los zapatos también eran diferentes, por el mismo motivo.

    Llevaba el pelo corto, rapado por él mismo, siempre muy limpio. Los ojos, chiquitillos y azules, detrás de unas grandes gafas. No las necesitaba, pero decía que no estaba dispuesto a dejar de llevar algo que le gustaba sólo por no haber nacido miope. Los labios muy finos, siempre sonriendo, mostraban unos dientes descolocados.

    Colgaba de su espalda una gigantesca mochila negra de la que jamás se separaba. Nunca supe todo lo que llevaba dentro, aunque a veces le vi sacar papel y pluma, a pesar de que odiaba escribir, y varias partituras para violín y piano (no sabía tocar el piano y jamás le vi coger un violín).

    Vivía a las afueras del pueblo en una casita de una sola planta. Odiaba las escaleras, sobre todo cuando había que subirlas. Tenía un pequeño jardín lleno de árboles, con flores en primavera frutos en verano. Lo cuidaba con tanto mimo como si de su hijo se tratara. Ni una hierba, el agua justa. La casa limpia pero desordenada. Desordenada para una persona de fuera, porque él siempre sabía dónde se encontraba todo. Debía leer bastante -conocía poesías y citas de muchísimos autores - pero, cosa curiosa, jamás vi un libro en su hogar.

    A pesar de vivir apartado del pueblo, la gente lo quería. Siempre tenía una palabra amable para cualquiera, una sonrisa para todo el mundo. ¡Resolvía los problemas de los demás con tanta amabilidad, corregía sus defectos con tanta delicadeza! La gente del pueblo lo visitaba con frecuencia. Todos los que entraban en su casa tristes, salían de ella con una sonrisa. Creo que su truco consistía en saber ponerse en el lugar de la otra persona.

    Era un hombre alegre. Debía de tener sus temporadas tristes, como todo el mundo, pero intentaba no mostrarlo en público. Esa era otra cualidad de él. No le gustaba demasiado hablar de sí mismo. Viví muchos años con él, y, para mí, fue siempre igual de original que el primer día.

    Este era mi tío Antonio. Con el tiempo descubrí que no era realmente de mi familia, pero fingí no saberlo. Me gustaba llamarlo tío, en parte como agradecimiento por todo lo que me ayudaba.

Siempre he sido una persona muy romántica y, de joven, cuando me enamoraba, o creía que me enamoraba, solía deshojar margaritas: “me quiere…, no me quiere…” Mi tío Antonio me enseñó a contar los pétalos de la flor para calcular la frase por la que debía empezar, para que el último pétalo correspondiera a “me quiere”. Y conseguía arrancarme una sonrisa.

    Creo que estuvo enamorado. No estoy seguro, pero le sorprendí algunos de sus monólogos que recitaba en sueños. Solía llamarla Marta. Un día, buscando algo en el trastero, no recuerdo qué, tiré una caja. Al ruido de la caída lo acompañó otro de cristales rotos. Asustado, la abrí. Era un marco de fotos. Efectivamente, el cristal estaba rajado de lado a lado. Detrás de él, sonreía una mujer hermosísima. Vestida entera de blanco, tenía los ojos brillantes, la sonrisa muy amplia. Detrás de la foto, escrito con letra apresurada, como si tuviera miedo de que se le olvidara, sólo un nombre: Marta.

    Ahora miro su lápida. La tumba está vacía, porque jamás quiso permanecer enterrado y pidió que sus cenizas se esparcieran en el mar que nunca vio. Sobre ella, a modo de recuerdo, grabamos sus amigos un epitafio, tomado de una de sus frases más recurrentes: “Sólo tenemos una vida, ¿por qué vivirla tristes?”