V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Miedo obsesivo

María Álvarez Romero, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

El sonido lejano de las gaviotas le hizo abrir los ojos. Se enderezó lentamente y, tras desperezarse con un sonoro bostezo, miró a su alrededor.

Se encontraba bajo la sombra de dos palmeras. A lo lejos, el mar estaba tranquilo, con el único movimiento de las olas al romper en la orilla. La arena, cálida y agradable al tacto, parecía una sábana blanca. Semejaba a las playas caribeñas que aparecen en las revistas. Sin embargo lo mejor de todo era la tranquilidad que reinaba en el ambiente. En la playa no había nadie.

Más allá de preocuparse por su soledad, sonrió ante la idea de poseer una isla desierta. Sin pararse a pensar cómo había llegado hasta aquel lugar, corrió hacia la orilla con júbilo. Entre ruidosos chapoteos introdujo las piernas en el agua y avanzó mar adentro, hasta que éste le cubrió el pecho para, finalmente, zambullirse por completo.

El mar parecía cristal líquido a través del cual se podía observar el mundo submarino: corales de vivos colores cubrían el fondo, recordando a los rascacielos de las grandes ciudades, alrededor de los cuales sus habitantes meneaban cómicamente las aletas con la intención de desaparecer de cualquier posible depredador. También la vegetación era admirable, al igual que la sutileza con la que las algas limpiaban el agua, llenando de burbujas la superficie.

Apartó la mirada y se dejó llevar por la corriente. Los ojos le escocían debido a la sal, pero no le importó. La presión de la profundidad a la que se encontraba le hizo mella, pero tampoco lo tuvo en cuenta. Se sentía demasiado feliz como para afectarle.

Sin embargo, al sentir el quemazón en la garganta, todo cambió.

Abrió la boca para gritar, pero solo consiguió expulsar todo el aire que aún le quedaba en los pulmones y quedarse sin oxígeno. Se sujetó fuertemente el cuello, en un intento de aliviar el dolor. Sin embargo, fue inútil ya que éste aumentaba por momentos. Ante la angustia, pataleó furiosamente bajo el agua, con la intención de llegar a la superficie para poder a respirar. Comprobó con alivio que ascendía, pero la corriente, más allá de separarlo de la orilla, le había introducido en el corazón del arrecife. Aún le quedaban varios metros para conseguirlo.

Se estaba ahogando, lo notaba en cada músculo. Sus fuerzas se iban agotando y en vez de subir a la superficie, se comenzó a hundir. Eran inútiles los movimientos de pies y manos que realizaba cada vez con menos energía.

Cerró los ojos. Ya no lo conseguiría. Su último pensamiento fue para su madre.

–...¿Me oyes?

Abrió lentamente los ojos. Lo primero que vio fue su rostro, que le sonreía dulcemente.

–Por fin te has despertado. Me tenías muy preocupada –susurró en un tono que verificaba sus angustias.

Se llevó la mano a la garganta, pero su madre se lo impidió, sujetándosela con delicadeza. Respiró profundamente, sintiendo con placer el aire que corría por su faringe. Le seguía doliendo, pero pensó que en comparación aquel era un precio muy bajo.

-Puedes tranquilizarte; la operación ha sido un éxito –le informó–. Tus cuerdas vocales vuelven a estar en perfecto estado. Dentro de poco podrás hablar e, incluso, cantar.

Al comprender que sólo había sido una pesadilla inducida por la anestesia, sonrió.