XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Miradas
Mònica Giménez, 17 años
Colegio La Vall (Barcelona)
La luz del semáforo se puso en rojo y el vehículo, de un anodino gris mate que se fundía en la lluvia incesante de la noche, frenó. El hombre al volante suspiró con hastío, ya que sabía que en su recorrido a casa, aquel era uno de los semáforos que duraban más tiempo. Tomó un sorbo de su Coca-cola, aguada por el hielo derretido. El vaso le supo a cartón mojado; notó el papel deshaciéndose entre sus labios. Maldijo a los ecologistas y a todos sus antepasados. Seguidamente, probó a cambiar de emisora, pero solo consiguió sintonizar un zumbido molesto. Le propinó un golpe al equipo de música, y se sobresaltó al oír otro golpe, este a su izquierda. Al volver la cabeza se encontró con que, al otro lado de la ventanilla, le miraban unos ojos almendrados de largas pestañas.
Una chica con la ropa empapada, y los cabellos y la frente manchados, golpeaba el cristal con los nudillos para llamar su atención. El hombre bajó la ventanilla.
–¿Qué quieres? –le preguntó con desgana.
La muchacha habló con voz llorosa:
–Disculpe; ¿podría ayudarme? Ha habido… –sus palabras se perdieron bajo el rugido de un trueno.
Él gruñó al sacar la cabeza.
–¡Habla más fuerte, que no te oigo!
El tiempo pareció que se ralentizaba cuando descubrió que lo que manchaba los cabellos y el rostro de la muchacha no era lluvia sino sangre. Abrió la boca y la volvió a cerrar, pues no sabía qué decir. Pero no hizo falta que dijera nada, pues la chica, al ver el rostro de su interlocutor bajo el tenue rojo del semáforo, soltó un chillido inhumano:
–¡Tú!... ¡Monstruo!... ¡Eres tú!
Alargó sus manos como si fueran garras y trató de arañar al hombre en la cara mientras continuaba gritando. Pero sus manos lo atravesaron como si fuera aire.
La chica se miró las manos, confundida. El hombre aprovechó aquella distracción para pisar el acelerador y arrancar, con la cabeza aún afuera y mirando hacia atrás, para comprobar si la joven lo perseguía. Le alivió verificar cómo esta empequeñecía al ganar distancia. Pero el alivio duró poco; hubo un estruendo seco entre la lluvia helada. El hombre frenó y bajó del vehículo. Ante la luz de los faros descubrió un bulto tendido en el asfalto. Se acercó con precaución. Se trataba de una mujer delgada, que yacía como una muñeca de trapo. Contempló, bajo la mortecina iluminación, cómo un fino reguero de sangre descendía por su frente prístina hasta sus párpados, que ocultaban unos ojos almendrados de largas pestañas. De pronto, los párpados se abrieron, y aquellos ojos sin vida le devolvieron la mirada.