XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Mortajas malva

Sebastián Blanco, 15 años

Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa, Perú) 

Llevaba la cabeza baja y se tambaleaba entre el gentío coloreado de púrpura. Aurelia se ahogaba entre la multitud, vestida de lirios. Sus manos pálidas sostenían un cirio con delicadeza. El mes morado apestaba a su propia muerte.

La llamita encendía el rostro de Aurelia mientras los fieles le iban abriendo paso. Las calles de Arequipa estaban ornamentadas con pequeños altares sembrados de velas blancas y moradas, que venían a recibir la imagen de un Cristo en su camino hacia la agonía. Los fieles se apiñaban como sardinas, fijo el rumbo en una misma dirección, recorriendo las calles y rodeando las andas del Señor con un cinturón de cirios.

Los ojos de Aurelia empezaban a cansarse y arrugaba la nariz ante el dulzón olor de las rosas que a su lado portaba una anciana. Un hombre soportaba con fatiga, sobre las espaldas, uno de los varales del Crucificado, de expresión abatida y cuerpo hendido. La afluencia de los fieles colapsaba las calles, había empujones que a Aurelia le hicieron temer que la inmensa figura caería sobre ella.

La primavera traía flores y coronas. Envueltas en sus ponchos, cubiertas por velos blancos, las mujeres se distanciaban de Aurelia como de la peste. El de ella era violeta, de modo que desde la altura parecía una mota de vino en el vestido de una novia. Era consciente de que su presencia era como una amenaza.

Aurelia parpadeó dos veces al notar que la llama del cirio había muerto. Sacó una cerilla y encendió la mecha de nuevo. Entonces una voz en lo alto, mundana y diligente, le habló.

–¿Qué es eso que llevas en la cabeza? –le preguntó.

Se llevó la mano al velo, que tenía una textura delicada, como seda. Al volver la mano, descubrió que esta se le había cubierto de flores y olía a miel, como a turrón. Subió la vista y encontró que las caras de sus santos, mancilladas por pétalos morados, eran irreconocibles.

–Tus colores —respondió con desgana —. ¿Por qué has muerto?

–No lo sé —su voz sonaba gruesa y abrupta —. Puede que por nostalgia.

No hubo otra conversación. A Aurelia se le mezclaban sentimientos de extrañeza por la presencia fúnebre que empapaba a aquella corriente de personas. Quería llorar. Aspiraba fragancias dulces que emanaban de su cuerpo. Sin embargo, el perfume se mezclaba con el hedor de los velos de las demás mujeres.

Angustiada, volvió a mirar hacia arriba. No había ninguna figura, solo un lienzo blanco. La vela se apagó de nuevo y buscó deprisa las cerillas. Entonces, cuando sus dedos temblaban entre los fósforos, el cirio se deshizo a pedazos.

Aquella procesión no era real. Aurelia se volvió en un espectro más a la vista de los niños que salían a jugar con sus cometas.