V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

¿Muerte por compasión?

María Álvarez Romero, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Agustín abrió los ojos. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar, solo que, hasta entonces, no se había sentido con fuerzas suficientes para levantarse. Algo había cambiado.

Habían encendido la luz y el dolor era distinto. Su espalda seguía resintiéndose, pero esta vez debido al excesivo tiempo que llevaba acostado en la cama. Se incorporó con cuidado y, por primera vez, pudo mirar a su alrededor, aunque no había mucho que ver. Se encontraba en medio de un pasillo sin puertas del que no pudo ver el final.

¿Cómo había llegado a aquel lugar? Su último recuerdo era el momento en el que se había subido al coche para ir al cumpleaños de su nieto. Asustado, recordó un caso parecido en el periódico: unos terroristas secuestraron a un político. Mientras barajaba la posibilidad de que le hubiese ocurrido lo mismo, un teléfono, hasta entonces oculto bajo la cama, comenzó a sonar.

Agustín, temeroso de que fuesen los terroristas, se resintió a descolgar.

Sin embargo, la voz que escuchó lo colmó de alegría.

–¡Hija!

–Papá, hace mucho tiempo que no hablo contigo –su voz era dulce, delicada y serena, tal y como él la recordaba.

–No sabes la alegría que me da oír tu voz.

–Quiero que sepas que estos últimos días han sido muy duros para mí. Te he echado mucho de menos...

–Yo a ti también –respondió, sin poder evitar sonreír a pesar de las circunstancias.

–...pero más duro se me hace no tener la certeza de si me escuchas o no.

–Pero chiquilla...¡Si estoy hablando contigo! –rió– ¿Cómo no te voy a escuchar?

La respuesta no llegó, solo un hondo suspiro a punto de acabar en llanto que aumentó la incertidumbre de Agustín.

–Llevas cuatro meses y no muestras mejoría. Ya no aguanto más, papá. Ni yo ni los médicos.

Volvió a suspirar. Él permaneció en silencio, a la espera de más explicaciones.

–Me han informado sobre tu estado. Sufriste lesiones muy graves en el cráneo y la espina dorsal –hizo una pausa para tomar aire, intentando de no dejar salir las lágrimas –. Tu estado de coma es irreversible. Lo siento.

Aquellas últimas palabras le golpearon de lleno, haciéndole asimilar la dura realidad. Perdido en sus pensamientos llegó a la conclusión de que aquel lugar lo había creado su débil mente, en un intento de conseguir...

–Ya solo podemos hacer una cosa por ti: vamos a desenchufarte.

...salir adelante. Su mente actuó a velocidad de vértigo. La luz, la ausencia de color, la repentina fuerza, el poder escuchar a las personas que hablaban con él, todo aquello que había experimentado apenas unos minutos antes eran claros síntomas de mejora, se estaba recuperando. Pero su hija no lo sabía.

–¡No! –le gritó al auricular–. Hija, escúchame. Escúchame, por favor... Sigo vivo. Si me das más tiempo, saldré a adelante.

–Me han dicho que así no sufrirás más y tu cama la necesitan otras personas.

–¡Tengo derecho a vivir!¡No puedes matarme justo ahora!¡Dame una oportunidad!

–Adiós, papá.

El teléfono empezó a comunicar y la luz comenzó a apagarse lentamente. Sin saber qué hacer, Agustín corrió por el pasillo, pero la oscuridad le seguía, hasta que se le agotaron las fuerzas y cayó exhausto al suelo. Finalmente, con su último aliento, susurró:

–Yo quería ver crecer a mi nieto.