III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Naufragio

David Fuente, 17 años

               Colegio Vizcaya  

        Quería observar al mismo tiempo todo cuanto le rodeaba, de ahí sus bruscos giros de cabeza de izquierda a derecha, derecha a izquierda. Sus pasos frenéticos giraban en lo que parecía un círculo. Clavaba la mirada en la playa que, sinuosa, acababa en un acantilado. Giraba y volvía a encontrarse con arena hasta llegar al punto donde había comenzado. Repasó el horizonte de nuevo y mientras atraía su mirada a la isla, se topaba con un paisaje calmado, extenso y azul. Un azul que al alejarse se degradaba más oscuro. Al fondo se perdía tras una neblina. La falta de monotonía en aquel color le condujo directamente al cenit, de donde rápidamente aparto la vista, cegado por el sol. Con una circunferencia de manchas doradas y púrpuras grabada en su retina, precipitó la vista por el desfiladero. A unos metros debajo de él, las olas arreciaban ocultando rítmicamente con su espuma aquel pedazo de costa rocosa. El tronco que le había llevado hasta la isla se encontraba aún varado en la arena. Allí seguían horadadas algunas de sus huellas, las que no había borrado la marea. La selva se apretaba en el centro de la isla, amortiguando las envestidas del mar.

       Toda su piel estaba invadida por una sensación de sequedad. El salitre y el sol habían hecho estragos en sus labios. Sus ropas raídas, a pesar de llevar varias horas a pleno sol, se encontraban húmedas. Desde el cuello hasta el vientre, una mancha de sudor le empapaba la camisa, haciendo más pesado aquel calor húmedo.

       Había subido hasta la montaña que vio desde la playa, con la seguridad de que iba a encontrar alguna carretera, un poste eléctrico..., todo menos cuanto observaba ahora, sin duda un paisaje bello pero es que jamás había imaginado una isla así, sin un granizado de limón en la mano. Consultó el reloj: eran la una y diecisiete minutos. Le quedaban unas ocho horas de luz, así que decidió descender para buscar un sitio donde pasar la noche y tal vez encontrar algún fruto... Era imposible que allí hubiese más personas.

       Comenzó a bajar. Sus manos resecas tenían pequeños cortes del ascenso. A pesar de ello, apenas los notaba porque su preocupación iba mas allá de aquellos rasguños. La roca desnuda, a excepción del musgo y alguna brizna de hierba, acababa donde comenzaba la maraña de árboles. Se dejó descolgar y cayó en el tupido suelo. Pisaba por donde sus pies antes habían aplastado las matas. En cada arbusto buscaba algo que pendiese, jugoso y dulce, bien maduro. La hojarasca se agito a unos metros. De un salto, se retiró hacia atrás mientras recogía una rama. Un ave colorida remontó el vuelo. Suspiró y siguió caminando, esta vez mucho mas atento. Un puñado de rayos de luz se filtraba por entre las ramas e iluminaba las nubes de mosquitos que le asediaban. Algún graznido estridente retumbaba de vez en cuando junto con el sonido del mar. Aquello, en otras circunstancias, podría haberle resultado de veras relajante.

       De pronto, comenzó a sonar un extraño pitido. Intermitente, extraño, impropio de aquel paraje. La selva se tambaleó y desapareció de repente. Siete, cero, cero. Dejó caer su mano sobre el despertador. Al su lado, en el canto de un libro podía leerse: “Robinsón Crusoe”.