XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Náufrago

Lluïsa Farré, 15 años

             Colegio La Vall (Barcelona)  

Le despertaron los primeros rayos del sol. Con ese, eran ya cincuenta y tres los días que llevaba a la deriva, alimentándose de raciones de sardinas enlatadas y bebiendo botellas de agua mineral que había encontrado entre los restos del barco.

Estaba solo. Sus padres y hermanos habían muerto en el naufragio, así que surcaba el océano Atlántico sin conocimiento alguno de navegación, sin familia y con apenas reservas para sobrevivir una semana más.

Marco tenía quince años.

El naufragio le había dejado esquelético, ensombreciéndole sus ojos verdes con unas profundas ojeras. El sol le había secado los labios, agrietándoselos hasta provocarle dolorosas llagas, pero no había perdido la seguridad en su mirada: tenía fe en que pronto volvería a casa. Por eso, con frecuencia se llevaba la mano a una pequeña cruz que le colgaba del cuello. Se la había regalado su abuelo antes de que zarparan y en ella tenía grabado el dibujo de un hombre rodeado de tres ovejas a las que cuidaba.

En sus ratos de aburrimiento revivía momentos del pasado y con el dedo en el agua, dibujaba pequeñas ondas en la superficie, mientras su imaginación creaba historias de aventuras y misterio, que siempre acababan con barcos que atracaban en puerto.

Pasaron los días y las noches y se le agotaron las provisiones. Marco apenas tenía fuerzas para levantarse. Además, el balanceo del bote salvavidas no le ayudaba. La cabeza le daba vueltas, el cuerpo le pesaba cada vez más y ráfagas de un tenue escalofrío le recorrían la espalda.

Unas negras nubes empezaron a cubrir el cielo y el viento sopló cada vez con más fuerza. Las olas sacudían la lancha de un lado al otro. Marco se agarró a un cabo, intentó ponerse en pie, pero cayó desmayado.

Despertó en un camarote. Se levantó, intentando entender cómo había llegado hasta allí. Entonces se abrió la puerta lentamente y apareció un grumete que le explicó cómo lo habían encontrado en alta mar.

—Estás vivo de casualidad —le dijo.

Marco agarró con fuerza la cruz que le regaló su abuelo y sonrió.