II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Nikolai

María Paz de la Cuesta, 15 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

"¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?

¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy?

¿Por qué no voy a poner fin a mis

iniquidades en este momento?"

San Agustín

    Durante todo este tiempo he preferido creer que Nikolai había muerto, hasta que ayer tomé un café con su fantasma en una terraza de París. La última vez que lo vi, hace ocho años, mi querido amigo era poco más que la sombra de lo que podía haber sido, tan fino y alargado como un ciprés. Entonces solíamos ser unos críos arrogantes y cobardes. Ya habíamos dejado atrás la infancia, las canicas, los caramelos y los toboganes, y nos habíamos adentrado en un bosquecillo misterioso y extraño para nosotros. Nunca se nos exigió responder a nada que no se exigiese responder a los demás; sólo debíamos ser felices, ¡y no lo fuimos! Fue tan terrible que nos marchásemos tristes, cabizbajos y con las manos vacías… Habíamos sido llamados (todo el mundo lo es) y, sin embargo, preferimos quién sabe qué mentiras y patrañas. Al menos, yo no tenía nada serio que preferir, porque mío de verdad creo que sólo he tenido un lápiz. Y hace tiempo que lo perdí.

    Nikolai se odió tanto por haberse engañado, por haber sido tan cobarde, que sólo podía pasar dos horas consigo mismo cuando no estaba con él. En sus momentos más lúcidos solía gritarme que, si de verdad le quería, le obligase a parar de una vez. Adivino que se sentía como cayendo por un pozo cuyo fondo nunca alcanzaría. Recuerdo que una vez le señalé que se había convertido en lo que El Principito, él y yo, habíamos jurado odiar, pues tenía un asombroso parecido con el bebedor que habitaba el tercer planeta que Le Petit Prince visitó. Pero esto le desesperó aún más. Así fue cómo nos alejamos el uno del otro. Pronto dejé de conocerle. Yo también huí. Había llegado tan lejos, que el siguiente paso que diese en cualquier dirección me acercaría de nuevo a casa.

    Hace dos meses que vivo en una alcoba parisina y fue ayer cuando, paseando por la Avenida de los Campos Elíseos, vi entre toda la gente la cara de Nikolai. Seríamos lo único que queda de esta vieja historia si no fuésemos, precisamente, los únicos distintos de lo que éramos entonces. Las calles de San Petersburgo siguen siendo las mismas, pero Nikolai ahora es mucho más feliz. Supongo que alguien, su madre quizá, habrá llorado lo suficiente por él.