XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

No mereció la pena

Alfonso Martínez Gayá, 16 años

Colegio El Prado (Madrid)


Eduardo, a pesar de residir en Marruecos, era de origen español. Se crió en Málaga y creció allí hasta los veintiún años. A esa edad partió junto al ejército hacia el Marruecos español. Dos años más tarde conoció a una joven marroquí de ojos marrones como el café y tez suave. Su familia, adinerada, que vivía en Rabat, rechazó a Eduardo a causa de su país de procedencia, pero la mujer siguió a su lado y se casaron.

Eduardo abandonó el ejército a los veintisiete y se trasladó a Villa Bens, una pequeña ciudad al sur de Marruecos. Allí empezaron una vida humilde a las afueras de la ciudad. Tuvieron tres hijas. Vivieron felices hasta la mañana del seis de noviembre de 1975.

Se despertaron con unos extraños sonidos que venían del exterior. Eduardo se dispuso a salir, pero cuando ya estaba cerca de la puerta, un militar la derribó con un golpe seco. La mujer y las niñas se refugiaron tras Eduardo en busca de protección. El soldado lanzó un gritó en árabe y se marchó. El militar había dicho: «Cambiaos la ropa y salid inmediatamente hacia la plaza, también los niños».

A pesar de su desconfianza, la familia salió a la calle. Toda la ciudad estaba reunida en aquella plaza. Después de una breve espera, un general se subió al borde de una fuente y empezó a arengarles. Eduardo no le entendía, pero por los murmullos y la cara de preocupación de la gente supo que algo iba mal. Cogió a su mujer y a sus tres hijas y se dirigió de vuelta a su casa. Sin embargo, un soldado les detuvo y les señaló el lugar hacia donde estaba caminando todo el mundo: el desierto.

El Sahara es un mar de arena sin orillas. Allí, bajo el sol abrasador, no había rangos: eran ciudadanos manejados por el ejército del rey, sedientos e ignorantes del destino al que les empujaban. A medida que avanzaban por los roquedales y las dunas, se les fueron uniendo otros grupos de hombres, mujeres y niños.

Ya todos juntos, les dijeron que estuvieran orgullosos porque iban a conquistar el Sahara español. Que si las mujeres y los niños se colocaban en primer lugar, el ejército de Franco no se atrevería a dispararles. No hubo elección.

Una hora más tarde entraron en España. Aunque los militares españoles no habían disparado contra ellos, sentían que las autoridades marroquíes les habían utilizado con un fin político en el que no tenían nada que ver.

Eduardo finalizó sus recuerdos en voz baja. Sus nietos, que le habían estado escuchando atentamente, se habían quedado dormidos.