XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Noche en la isla Tortuga 

Mònica Giménez Fernández, 17 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Las noches en la isla de Tortuga eran una explosión de sensaciones que desafiaban la oscuridad. Más allá del puerto, en donde había balandros y bergantines con llamativas banderas, se desplegaba una avenida abarrotada de edificios que se apoyaban los unos en los otros, como una pandilla de amigos tras una noche de fiesta. La gente se desparramaba por los rincones envuelta en un penetrante olor a tabaco y a ron, mezclado con la humedad del ambiente.  De la taberna que coronaba aquella calle principal salía luz y una música alegre, golpes de pelea y risas fuertes. En su interior, las mesas de madera estaban ocupadas por piratas, contrabandistas y toda clase de personajes de dudosa reputación que charlaban, discutían, llegaban a las manos, negociaban, soltaban carcajadas, lloraban, bailaban… sin tener en cuenta lo que el mañana les pudiera deparar. Si se tiene en cuenta la vida que llevaban, era probable que para algunos aquella fuera su última noche. Entrechocaban los vasos y un marinero cantaba una tonada muy alegre, pero ininteligible. Todos parecían sumidos en el distendido jolgorio que provocan el alcohol y el pillaje. 

Una mesa esquinera guarecida en las sombras desentonaba con el ambiente; sus dos ocupantes –un anciano y una chiquilla– urdían un plan. El viejo marino apuró su vaso de ron con gesto decidido. Se desperezó cual felino y dirigió una sonrisa torcida a su interlocutora:

–¿Estás segura de que puedes hacerlo, mocosa?

La niña fijó en él sus ojos, grandes y curiosos, asentados en un rostro cubierto por una constelación de pecas y coronado por una mata de cabello fogoso. 

–Estoy lista, mi capitán.

Se levantó de la silla para cumplir la misión, pero el anciano la detuvo, agarrando su pequeña mano.

–Recuerda: coges el mapa y te marchas.

Ella asintió y su capitán la siguió con la mirada mientras se deslizaba entre la clientela, vigilando los movimientos de la joven grumete, que esquivaba a los adultos a la par que escrutaba a su alrededor en busca de su objetivo. 

Inspiró una bocanada de aire, nerviosa. Delante de ella se encontraba un hombre alto y corpulento que bebía con sus amigos. Sus dedos, que sostenían un vaso lleno de licor, estaban cargados de anillos y dejaban ver unas uñas largas y retorcidas como las garras de un águila. A ella le interesaba su bolsa, un saco remendado que descansaba junto a sus botas. Aprovechándose de su altura de infante, se agachó para avanzar sigilosamente hasta los pies del tipo, desató el nudo que la separaba de su premio y tanteó las profundidades del saco, hasta que notó la superficie lisa del papel. 

«¡Ya es mío!», se dijo. 

Cuando fue a sacarlo, una voz gruñó desde las alturas:

–¿Crees que vas a robarme el mapa?

La grumete alzó la mirada y se encontró con el rostro del hombre, rojo por la furia. Con sus dedos afilados agarró la bolsa de un tirón. 

La niña se levantó de un salto, dispuesta a huir a la carrera, pero los marineros del pirata le cerraron el paso. No había salida posible. Pero, de repente, sonó un golpe seco y uno de los marineros se desplomó, agarrándose la rodilla. Una figura vieja y encorvada apareció por detrás del pirata abatido con un bastón al que daba vueltas.

 –Escucha –se dirigió al hombre de la bolsa–. ¿Nos vas a dar el mapa o tendremos que quitártelo? 

El bucanero no le respondió.  

–Pues entonces, va a ser la segunda opción.

El viejo blandió el cayado con ambas manos en actitud desafiante, y sonrió a la grumete que, reconfortada por la presencia de su capitán, le devolvió una sonrisa traviesa que dejó al aire un hueco entre sus dientes frontales. Acto seguido sacó el tirachinas que llevaba enganchado al cinturón. 

El caos se desató en la taberna.

***

Cuando María abrió la puerta de su apartamento, le recibió una bomba pelirroja.   

–¡Mami...! –exclamó estrujándole las piernas en un abrazo. 

Ella le dio un beso en la frente. 

–¡Hola cariño! –respondió mientras dejaba su bolso en la mesita de la entrada. 

El padre de María descansaba en el sofá del salón. 

–¿Qué tal os lo habéis pasado? –preguntó ella.

La pequeña no pudo aguantarse y le quitó la palabra a su abuelo:

–Hemos jugado a piratas. Necesitábamos robar el mapa para llegar a un tesoro. 

–¿Y erais muy feroces? 

Su hija asintió, antes de empezar a relatarle aquella suma de aventuras. 

Y de pronto el salón ya no era el salón, sino la taberna de la isla Tortuga. Y el zumo de naranja que llenaba un par de vasos se había transformado en ron. Una escoba tomó la forma del terrible adversario, y dos peluches (un enorme conejo rosa y un león sin bigotes) la de sus compinches. El catálogo del supermercado era el mapa del tesoro. 

María intercambió una mirada con su padre y le guiñó un ojo con complicidad. Él respondió con una sonrisa llena de arrugas y amor.