II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Nochebuena

Laura Berridi, 14 años

                  Colegio San José de Cluny (Santiago de Compostela)  

       En el mercado de abastos, en la sección de desperdicios de fruta y verdura, había encontrado un tronco de col y unas verduras que tenían algo de aprovechable. Lavó la triste pitanza en la fuente del recinto y marchó al callejón trasero de un restaurante, donde a aquellas horas y con un poco de suerte, podría hacerse con las sobras de los suculentos platos que había disfrutado la clientela.

    No tuvo mucha suerte, así que siguió su ruta de la puerta de un supermercado a otro. Todo el mundo salía con paquetes en los que se notaba el bulto de los chorizos, del jamón, de tantos y tantos dulces navideños y otras delicias, muchas de las cuales las conocía por haberlas oído nombrar, no por su sabor.

    En ningún supermercado pudo entrar a darse una olida o una suculenta ración de vista, que constituirían su cena de Nochebuena, porque otra cosa…, ni con un milagro de Santa Rita. En las puertas de los establecimientos los hombres de seguridad le empujaban para atrás. Pensaban que intentaba, Dios sabe por qué, comer de tapadillo algunas de las chocolatinas cosechadas en las vitrinas del establecimiento.

    En aquel súper del que salía más gente, se quedó junto a la puerta. La gente salía y salía, con su alegría y sus paquetes. Hacía frío y se le estaban entumeciendo los huesos, pero en la posición en la que se encontraba conseguía captar un poco del calor que irradiaban los radiadores de la tienda. Una mujer ya entrada en años, salió con varios paquetes.

    -Si me ayudas a llevarlos a casa, te daré una propina.

    Como un dinerito nunca está de más y no tenía nada que hacer, le agradeció la oferta. Cargado con lo que la mujer le puso encima, la siguió a su lado, hasta llegar al ascensor de la casa, bastante cercana al súper.

    -¡Las nueve de la noche! –se sorprendió la mujer al consultar su reloj de pulsera-. Bueno, toma, que hoy es Nochebuena.

    De un paquete sacó un panecillo. De otro, una cuña de queso.

    -Para que tomes algo antes de cenar.

    No tuvo ni ganas de sonreír. Cogió su regalo y marchó calle adelante. En el camino, sobre el dintel de un portal cerrado, con un cartón como manta, estaba una chica, ni joven ni vieja, con un niño, de unos tres años, en su regazo.

    Tenían cara de hambre. Pero hambre de la de verdad, de la que sufren los que no han probado nada en todo el día. Intentó seguir, pero se volvió sobre sus pasos.

    -Tome. Me lo acaban de dar, pero usted lo necesita más que yo.

    En las manos de la madre quedó la comida. El donante siguió su camino con las manos en los bolsillos. Quizá al día siguiente comiese algo. Miró al cielo de la noche de diciembre. Se figuró que una estrella le hizo un guiño de complacencia, y que desde otra, un poco mayor, un angelito juguetón le mandaba una sonrisa.